domingo, 7 de agosto de 2011
WOODY ALLEN LADRA ECHADO
La más reciente película de Woody Allen es un divertimento. Algunos podrán calificarlo de delicioso, yo no creo que llegue a tanto. El director y guionista neoyorkino ha convertido en estilo una serie de características -créditos sencillos, melodías de jazz, diálogos muy bien escritos, situaciones de infidelidad, temas trascendentales ejemplificados sumariamente desde la óptica judía, personajes más o menos tópicos dentro de su cine-, y los espectadores respondemos a estas entregas de lo mismo con la gratitud que da la comodidad. Como ya lo ha hecho en otras oportunidades, ha aceptado convertir su filme en una especie de publicidad de una ciudad, y también ha escogido un comediante para encarnar al personaje que todos sabemos él representaría con gusto, si tuviera unos años menos. Alguien experimentado y sin duda talentoso, para quien trabajan con gusto, y a bajos costos, los mejores actores, los mejores productores ejecutivos, los mejores fotógrafos, en general los mejores en cada uno de sus oficios, difícilmente hará una película desastrosa -aunque algunos lo hacen contando con lo mejor de lo mejor-. Treinta o cuarenta tomas de sitios representativos de París en los primeros cuatro minutos, dejan muy en claro, y se le apunta la honradez, que estamos frente a una colección de postales que abarcan, además, la vida cultural de la Ciudad Luz o, para ser más justos, la vida cultural de la Ciudad Luz más cercana a los norteamericanos: Hemingway, Scott Fitzgerald y su esposa Zelda, Picasso, Buñuel, Degas, Gauguin. Un procedimiento discretamente ingenioso -no se trata de Zelig (1983) ni de La rosa púrpura de El Cairo (1985)- permite un juego con el tiempo que hace que las postales sean aún más variadas y, por supuesto, más aptas para un público ilustrado, que agradece que a Gertrude Stein la represente una premio Oscar (Otro a un Salvador Dalí obsesionado con los rinocerontes). Un mensaje: vivamos el presente sin mitificar el pasado -no se trata de Annie Hall (1977) ni de Manhattan (1979)-. Y claro, en el último rollo la promesa de una mujer para el protagonista.
Medianoche en París tiene, como no, buenos momentos y, el espectador sonríe, y a veces se ríe, pero, como todas las postales -el cielo de su cartel proviene de una popularísima pintura de Van Gogh-, terminará olvidada en un cajón o decolorándose adherida a un corcho, perforada por una chincheta.
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