sábado, 14 de julio de 2012

LES LUTHIERS AL COMPÁS DE LA ACADEMIA


Los profesores Miguel Ángel Caro Lopera y Carlos Alberto Castrillón -buen amigo y excelente poeta-, se le han medido a la tarea de explicar el humor, y para hacerlo han sometido al famoso grupo argentino al escrutinio de la ciencia. Partiendo del concepto clásico de ironía de don Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611): "Es una figura retórica, cuando diciendo una cosa, en el sonido o tonecillo que la decimos y en los meneos, se echa de ver que sentimos al revés de lo que pronunciamos por la boca", y pasando por Kierkegaard, Hutcheon, Berrendonner ("una maniobra que encuentra sus condiciones de posibilidad en el carácter pluricódigo de la comunicación"), Shoentjes ("un juego de reflexión que, al poner las cosas a distancia, las pone en entredicho"), entre otros, nos muestran cómo funcionan las composiciones de Johann Sebatian Mastropiero y otros músicos ficticios.
Brillante ejercicio académico, perfidiado por la risa pero sin perder un ápice de rigor, se autorresume de la siguiente manera:
"Conocida la ironía como arma (Jankélévitch), como disfraz (Sócrates), como danza intelectual (Booth). como carnaval (Bajtín), como presea (Kierkegaard), como perro que muerde (Nietzche), como medicina (Watzlawick), como diálogo (Ducrot), como máscara (Schoentjes), como tropo musical (López Cano), ahora se nos revela -al contacto con el discurso de Les Luthiers- como Torre de Babel".
Si quieren saber por qué, lean este "burlema" -neologismo de los autores- publicado por la Universidad Tecnológica de Pereira y la Licenciatura en Español y Literatura de la Universidad del Quindía, en un raro momento de lucidez o de ironía.
Y para quienes desconocen a Les Luthiers o los quieren recordar, dos de sus célebres interpretaciones:






miércoles, 4 de julio de 2012

AL REGRESO


Había una vez, hace mucho mucho tiempo, en un país lejano, un joven y apuesto príncipe a quien las obligaciones de su condición lo tenían muy amargado. Ya no quería recorrer los campos matando dragones feroces, ni realizar torneos contra malvados caballeros negros y, menos aún, enredarse en absurdos romances con princesitas de otras tierras. Las intrigas palaciegas perturbaban la paz de sus noches; más de un noble ambicioso había probado el filo de su espada.
Fue tal su desesperación, tanto su cansancio, que dejó todo en manos de uno de sus ministros, hombre fiel y honesto, y partió por los caminos del mundo disfrazado de poeta errante. Sin la protección de la guardia, lejos de su servidumbre, conoció los rigores del hambre y del miedo, sufrió humillaciones y supo del valor que encierra la prudencia. Oyó hablar de príncipes más sabios y también más ruines que él. Compartió sus horas con gentes humildes que le hablaban del campo y del vino, del paso del sol y de la frágil vitalidad de las cosechas. Escuchó e inventó historias, unas tristes, otras maravillosas. Vio el mar y se baño en sus aguas; conoció el calor de muchos lechos perfumados por las caricias de una doncella y amó a unas pocas que tal vez lo amaron. Con el paso de los años su piel fue llenándose de surcos tan largos como los rumbos de su viaje; su barba tomó el aspecto cansado de la nieve y el vigor de sus músculos se quedó prendido del tejido de la noche. Quiso entonces regresar y contar a sus súbditos las peripecias del viaje. Sus ojos gastados extraviaron el camino varias veces y encontró la muerte en medio del bosque, soñando con una corte espléndida, llena de inquietas y lozanas princesitas.