viernes, 24 de mayo de 2013

GATSBY

El Gatsby de Bazz Luhrmann es exactamente eso: una versión amanerada, caprichosa, visual y auditivamente excesiva de El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald. No tiene mucho sentido hablar de la actuación de Leonardo DiCaprio -cuyo rostro comienza a parecerse al de Orson Welles en las fases adultas del Ciudadano Kane-, ni de la de Carey Mulligan -sin el brillo que se espera en Daisy, pero mucho menos caricaturesca-, y por supuesto no hay razón para gastar palabras en lo que hace Tobey Maguire, ni en el truco barato e innecesario de convertir su relato en un monólogo para el psiquiatra.
La parafernalia formal que resultaba pertinente para un musical sobre el famoso Moulin Rouge, un cabaret caracterizado por sus exuberancias, tiene poco que ver con la obra de un escritor que transcribió en su cuaderno de notas, este proverbio egipcio:

Las peores cosas:
Estar en la cama y no dormir,
Querer la presencia de alguien que no viene,
Tratar de complacer y no lograrlo.

Cuando la crítica de habla inglesa escogió las cien novelas más importantes del siglo XX en su idioma, el segundo lugar lo ocupo, para sorpresa de muchos, El gran Gatsby. Casi simultáneamente, la celebración del centenario de nacimiento de Scott Fitzgerald en Saint Paul, Minessota, el 24 de septiembre de 1896, ofreció a los lectores una selección de sus cuentos realizada por Matthew J. Bruccoli, la parte menos comprendida de su obra porque desde el principio, como lo cuenta Scott Donaldson en Ansia de amor (Montesinos, 1987), los relatos publicados en The Saturday Evening Post durante 1919 y 1920 -de los que se incluyen cuatro en tal selección-, antes del éxito inesperado de A este lado del paraíso, fueron invariablemente ilustrados con vaporosas figuras femeninas de inquietante belleza y hombres vestidos con smoking, aunque muchos de los textos no aludían a tal categoría de personajes.
Pese a los esfuerzos de sus biógrafos y exégetas -Mizener, Turnbull, Milford, Lehan, Meyers-, por conseguir una semblanza genuina, la mayoría sigue considerando a Scott Fitzgerald el representante de los locos años veinte estadounidenses o recuerdan la imagen que plasmara Ernest Hemingway en la versión original de una de sus narraciones más conocidas, Las nieves del Kilimanjaro, en la que el protagonista "Recordaba al pobre Scott Fitzgerald, y el respeto romántico que éste sentía por ellos (los ricos) y cómo una vez había comenzado un relato diciendo: ‘Los muy ricos son diferentes a usted y a mí.’ y alguien le había replicado: ‘En efecto, tienen más dinero’, lo que no había hecho a Scott ninguna gracia". Testimonio apócrifo que usa una frase de uno de sus mejores cuentos -Rich Boy (1926)-, para Lionel Trilling "por esa sola observación que en un sentido condensa toda su obra, Scott Fitzgerald debe haber sido recibido por Balzac en el paraíso de los grandes novelistas", caracterizados por su exquisita percepción de las diferencias sociales.


En apariencia menos popular que sus contemporáneos, sin la influencia que, por ejemplo, tuvo William Faulkner en la literatura hispanoamericana, pocos han sido tan lúcidos respecto a él como el poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo: "Mucho tiempo después,/ cuando el cáncer de la desesperación,/ cuando la gradual trama de la destrucción nos fue marcando,/ nos echábamos la mentira de la música:/ yo ya no tenía ningún lenguaje común con ninguno de ellos,/ éramos islas flotantes separadas por un agrio perfume/ que nos dañaba a cada uno en distinta forma;/ habíamos crecido juntos imaginando un futuro/ que cada día fuimos aplazando más y más/ hasta relegarlo a un olvido amargo que nos confirió cierta rabia con la vida... " comienza su poema Donde Scott Fitzgerald habla de la importancia de la música, la más entrañable de las biografías imaginarias que componen su Colección de máscaras. De otra parte Barbara Probst Solomon afirmó en su artículo Scott Fitzgerald: el Centenario de un Adivino (Babelia 256, El País, Madrid, septiembre 21 de 1996): "De toda la «generación perdida» -expresión que acuñó Gertrude Stein- sólo sus novelas y las de Ernest Hemigway han conservado su lustre; la mayoría de sus contemporáneos literarios son ahora polvorientas notas a pie de página en la historia cultural".
Admirador de su padre, aristocrático y fracasado, ambivalente con respecto a su madre, católica y heredera de una fortuna de origen comercial, sus años mozos fueron marcados por el contacto con algunas de las hijas de los magnates financieros de la costa Este, que reforzó su inseguridad social, manifiesta en la descripción del hogar de infancia: "599 Summit ave: una casa de término medio en una calle por encima del promedio". Su paso por la Universidad de Princeton, frustrante en muchos sentidos aunque siempre se sintió ligado a ella; lo convirtió en "el estudiante perpetuo: un tipo encantador, dotado de talento y bastante irresponsable", admitía después. El servicio militar le permitió conocer a la chica más alocada de Montgomery (Alabama), Zelda Sayre, quien aceptó su propuesta matrimonial después que A este lado del paraíso (1921), espejo de la generación de postguerra rechazado por las autoridades de Princeton, cuya vida recreaba, se convirtió en un enorme suceso editorial.

Lector de Byron, Shelley y otros poetas románticos, esta primera novela -apreciada por unos, pieza arqueológica para otros, cuyo título procede de un verso de Rupert Brooke-,  describe a los jóvenes de la era del jazz -Tales of the Jazz Age (1922) tituló una de sus colecciones de cuentos- enfrascados en una fiesta tan grande que sólo puede culminar con una gran resaca. "Cuando se acabe tu juventud, con ella desaparecerá la belleza, y entonces repentinamente descubrirás que ya no te quedan triunfos por conquistar, o que tendrás que contentarte con aquellos triunfos de tu pasado que el recuerdo hará más amargos que las derrotas", dice Lord Henry a Dorian Gray en la novela de Oscar Wilde, y Fitzgerald suscribiría estas palabras con tanta facilidad como las de Wordsworth: "Una bendición fue estar aquel amanecer vivo, pero ser joven era el mismo cielo”. Las ideas románticas permean su obra y se hacen patentes en los cuentos reunidos en Flappers and Philosophers (1921), llenos de jóvenes despreocupados, libres de convencionalismos, y en el título de su segunda novela, Hermosos y malditos (1922), itinerario hacia la perdición de una pareja en algunos aspectos similar a Scott y Zelda: Anthony Patch, un herededo sin verdadero oficio pero con vagas aspiraciones literarias y su esposa Gloria Sullivan, quien "no albergaba dudas de que todo lo que salía de sus labios era siempre bien recibido".

Las grandes sumas de dinero que hicieron de Fitzgerald uno de los escritores mejor pagados del mundo fueron dilapidadas a través de la década a un ritmo que lo convertía en una rico-pobre que debía más de lo que ganaba. Cargando en sus bolsillos rollos de dólares para dejar como propina por cuentas irrisorias, símbolo junto a Zelda de una generación desenfrenada, aún a costa de sí mismos, arrancó a la juerga el tiempo y la concentración suficientes para escribir la que algunos consideran la mejor novela corta de la literatura estadounidense, El gran Gatsby (1925), en la que utiliza un personaje narrador, Nick Carraway, amigo del protagonista y primo del objeto de su idealización romántica, Daisy Buchanan, en cuya voz siempre latía "una promesa de que sólo hacia un rato que había hecho excitantes y divertidas cosas, y de que se anunciaban excitantes y divertidas cosas para la próxima hora". Esta estrategia narrativa, aprendida en Joseph Conrad, le permite contrastar la exaltación amorosa un tanto ridícula de Gatsby, su ostentación de nuevo rico, con la vacuidad de los siempre poderosos, representados por Tom Buchanan y la propia Daisy, y la gris existencia de los pobres: "Lo que pesa en esta novela es la pérdida de esas ilusiones que dan al mundo un color tal que, en tanto que las cosas participen de su mágica gloria, nada nos importa si son verdaderas o falsas", escribió en una carta. Incomprendida por los lectores a pesar de los favores de la crítica, el equilibrio que logró enfrentado al reto de expresar el alma estadounidense es buen índice de que su opinión con respecto a los muy ricos era menos inocente de lo que parece indicar la falsa anécdota narrada por Hemingway en París era una fiesta, la obra mitad ficción, mitad memorias en la que muestra su antipatía hacia Zelda y cuanto admiraba El gran Gatsby, novela con la que "la literatura norteamericana estaba dando su primer paso hacia adelante desde Henry James", afirmó T.S. Eliot.


Viajes, dinero y deudas, fiestas y clínicas, la vida de Fitzgerald se convierte a finales de la década de los veinte en algo parecido al purgatorio. Zelda va a tientas entre el ballet, la literatura y la pintura, buscando expresarse en forma artística sin conseguirlo y a principios de los treinta comienza su periplo de una institución psiquiátrica a otra, con un costo emocional y monetario cada vez mayor. La adicción al alcohol lo distancia de gran parte de sus amigos, acostumbrados al hombre cortés, encantador, que se preocupa por complacer a todos cuando está sobrio. La situación es tan grave que con cierto cinismo se presenta como "F. Scott Fitzgerald: el conocidísimo alcohólico", y hasta las mujeres, siempre seducidas por sus modales y sus cálidos ojos azules, prefieren evitarlo. Incapaz de dar fin a la novela que prepara desde hace años, continua escribiendo cuentos, la mayoría mediocres, algunos dignos de su talento y merecedores de aparecer en cualquier antología: May Day (1920), The Diamond as Big as the Ritz (1921), Babylon Revisited (1930) e incluso Absolution (1924), en un principio vinculado a El gran Gatsby. Los cheques de las revistas, cada vez menos inflados, solventaron los gastos familiares y las miles de botellas de cerveza y ginebra que consumió.


 En 1934 publica Suave es la noche, la más larga de sus novelas, cuyo título procede de Oda a un ruiseñor de John Keats. La historia de Dick Diver, un exitoso psiquiatra que gasta su vida al cuidado de una de sus clientas, Nicole, con la que se casa, tiene evidente relación con su propio vida, pero más allá es una obra literaria muy apreciable, que no fue bien recibida ni por el público ni por la crítica. Como Diver, que después de años de matrimonio se ve solo y envejecido, Fitzgerald, tras ser ídolo para toda una generación, una leyenda antes de los veinticinco años, se había convertido en un hecho del pasado.


A principios de 1936 publica en ediciones sucesivas de Esquire los artículos que se conocen como El Crack-Up, mezcla de confesión y lamento que conmovió a los lectores aunque muchos de sus amigos los consideraron demasiado autocompasivos y, en buena medida, falsos. En ellos expresaba el propósito de salir de la crisis y la industria cinematográfica le dio la oportunidad, pagándole un salario que le permitía vivir bien y cumplir con sus compromisos. También conoce a Sheilah Graham, una de las chismosas radiales de Hollywood, capaz de hacer o destruir una carrera en los micrófonos. Fue la única mujer de origen humilde con la que Fitzgerald sostuvo una relación y la mayor alegría de sus últimos años, aunque nunca se divorció de Zelda, quien le sobrevivió. Meses antes de que una segunda crisis cardíaca lo matara el 21 de diciembre de 1940, abandonó el alcohol en forma definitiva reemplazándolo con la Coca-Cola y pagó todas las deudas pese a que la Metro-Goldwin-Mayer no renovó su contrato después de 1938.
Si la contribución de Fitzgerald como guionista es moderada -coescribió Three Comrades (Frank Borzage, 1938) y poco más que llegara a la pantalla-, la forma en que plasmó al Hollywood de los años treinta es su verdadero aporte a la industria que lo acogió en momentos difíciles. Por sobre las Historias de Pat Hobby, entretenidas aventuras de un guionista venido a menos recopiladas en 1962, la inconclusa El último magnate, editada en 1941 por su amigo y crítico Edmund Wilson y centrada en la vida de Monroe Stahr, un poderoso directivo de los estudios cinematográficos inspirado en Irving G. Thalberg, es el testimonio más interesante. Al fragmento disponible, de por sí valioso, lo acompaña el plan general de la novela, algunas variaciones a los capítulos, consejos literarios -"Personaje es acción" sentencia hacia el final-, y notas para las correcciones que indican que había llegado a la madurez, superando muchas ideas y limitaciones de juventud. Su publicación -y las versiones fílmicas de sus cuentos y novelas- permitió a los lectores recuperar a uno de los escritores fundamentales del siglo XX -pese a que el editor debía corregir sus errores de ortografía-, aquel que bautizó una Era y despidió al más célebre de sus personajes con las siguientes palabras: "Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado".

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