martes, 31 de enero de 2012

ORLANDO SIERRA - DIEZ AÑOS

Hace diez años, poderes que aún consiguen perpetuar la impunidad, asesinaron al escritor y periodista Orlando Sierra Hernández porque les molestaba su firme rechazo a la corrupción política.




Quienes somos sus amigos, insistimos en recordarlo cada enero. A continuación reproduzco el texto que publiqué en la última edición de Papel Salmón, suplemento cultural del diario La Patria de Manizales.


LAS MUCHACHAS EN FLOR

En todo escritor conviven un exhibicionista y un misántropo. Ese ser humano que quiere comunicar sus ideas y sus sentimientos, también quiere que lo dejen tranquilo en la torre de marfil, transmutando su realidad en palabras que buscan reinventarla. Una serie de mecanismos inherentes a los procesos editoriales, le brindan una especie de blindaje que le permite escoger los momentos en los que se expone, en los que el público puede escuchar de sus labios, con énfasis y entonaciones propias, esas palabras que quieren suplantar al mundo cotidiano. Son muchos los lectores que persiguen esos momentos, que les conceden un enorme valor; también son muchos los que desprecian las lecturas de autor –hay que admitir que suelen ser excesivas en duración y número de participantes–, y no son pocos los escritores a los que es preferible oír en el elocuente silencio del papel.
Además de hablar de la precocidad poética de Orlando Sierra, que el pudor y los años sintetizaron en apenas tres libros irreprochables: Hundido entre la piel (1978), El sol bronceado (1985) y Celebración de la nube (1992), y de lamentar que estos tres volúmenes se estén convirtiendo en rarezas atesoradas por quienes las poseemos, me gustaría referirme a esa faceta hoy trágicamente imposible, la de Orlando Sierra leyendo sus poemas, y soy consciente de que cuando digo leyendo caigo en la mentira, porque su inconcebible memoria le permitía apartarse del texto sin ninguna dificultad   –texto que, de otro lado, había pulido tanto que era imposible que no se lo supiera–, pero es importante resaltar que en su tono no había la grandilocuencia de la declamación, tampoco sus exaltaciones ni sus dramas.
Orlando Sierra leía muy bien sus poemas en los actos públicos, solo o acompañado por grandes figuras, pero quiero centrarme en las lecturas que hacía en los colegios, sobre todo en los colegios femeninos. Fui testigo de media docena de ellas. Empeñado en escribir poesía amorosa en una época en la que los atardeceres y los besos apasionados parecen tan gastados y pasados de moda como la metafórica flor marchita, Orlando conseguía una rápida comunicación con esas adolescentes curtidas por las telenovelas y la música popular, rápidamente escépticas en un mundo de embarazos precoces, violencia intrafamiliar y relaciones desechables. Despreocupadas y hostiles, tras unos minutos caían bajo el embrujo de sus palabras y comenzaban a creer en el amor como el mismo Orlando creía, con la fe que late en el poema Anhelo:

Sé que hay una edad
en que se empieza amar sin impaciencias.

No aspiro a ella.

Que nunca deje de levitar mi corazón
ante el rostro,
la fragancia,
el paso garboso de una muchacha.

Ese es mi anhelo.

Que Orlando consiguiera tal comunión siempre me impresionó. Pese a sus afanes, a sus gafas a media nariz, a la aparente desidia con la que se refería a su “profesión” de poeta, estoy seguro de que era muy consciente de las posibilidades de su voz y su postura cuando se enfrentaba a un público, y cuando escogía los poemas que iba a leer a las muchachas –linda palabra ahora en desuso–, lo que hacía era preparar un acto de seducción, uno que muchos pueden despreciar, pero que es parte de lo que la poesía ha hecho siempre. Es probable que para algunas de esas muchachas en flor esa media hora de lectura haya sido un acto de amor de una delicadeza que nunca se repitió en sus vidas.
El último poema de Celebración de la nube se titula Confesión y dice así:

Ser polvo
bronceado por el sol

en una playa si es posible

y que bellas muchachas
se tiendan allí

desnudas e indolentes

a esperar
la llegada de la noche.


Orlando consiguió ese tipo de entrega, puedo testificarlo, en por lo menos media docena de veces, con bellas muchachas desnudas e indolentes en sus uniformes de colegio.

martes, 24 de enero de 2012

EL PAÍS DEL MIEDO

Con retraso he leído El país del miedo (2008) del novelista español Isaac Rosa (1974), más conocido por su obra anterior, El vano ayer (2005), objeto de varios premios, entre ellos el Rómulo Gallegos.
Sara y Carlos, una pareja joven de clase media, ve trastornada su vida por el descubrimiento de que su hijo Pablo es extorsionado por un compañero de colegio que lo maltrata. Las autoridades escolares cumplen con su deber, pero esto sólo agudiza el acoso. Convertido en una especie de guardaespaldas de su hijo, Carlos, pese a la corta edad del agresor, también  termina siendo su víctima y la situación se vuelve insostenible.
Isaac Rosa cuenta esto con poquísimos elementos -no sabemos en qué trabajan Sara y Carlos, ni sus edades, ni en que ciudad viven, y las descripciones son estrictamente funcionales-, alternando los apartes narrativos con pequeños ensayos sobre el miedo y sus motivos en el mundo contemporáneo, condimentados con recomendaciones de las autoridades para prevenir los riesgos en medio de las ciudades y guías turísticas en las que se especifican los lugares que no hay que visitar. El miedo, en todas sus facetas, es el gran protagonista del libro, y Carlos, una persona empeñada en evitar los conflictos y las confrontaciones, los sufre en carne propia de una manera que lleva a otro de los personajes a calificarlo de pusilánime. Su incapacidad para repeler el maltrato físico que le inflige un niño de doce años desespera al lector, pero también le genera identificación (si un menor agrede a un adulto, ¿será bien visto que el adulto lo golpee? Responder a la violencia con violencia, ¿no genera más violencia? Es probable que todo agresor sea, en principio, una víctima, pero si no acepta el diálogo ni permite que se le ayude, ¿qué se hace con él?).

     
El país del miedo reflexiona sobre la manera en que se nos programa para temer, sobre todo al extraño, y como ese temor nos lleva a tomar medidas que nos vuelven aún más aprensivos. Centrada en una sociedad de Europa occidental con los medios suficientes para proteger a sus ciudadanos y asegurar sus derechos, la lectura de la novela en un país latinoamericano tristemente célebre por su inseguridad es aún más inquietante porque, como es obvio, aquí los miedos tienen raíces bien reales, pero las reacciones que inducen y los orígenes de todas las formas de violencia que nos afectan, tienen mucho que ver con la inestabilidad que el miedo introduce en las vidas privadas y públicas, y en las distorsiones que provoca en nuestros comportamientos, tan afectados también por la injusticia.
Realidad o paranoia, Isaac Rosa ha desarrollado literariamente el tema del miedo como fenómeno humano con una limpieza, con un despojamiento, que puede molestar a algunos, pero que en últimas hace que todas sus aristas sean más palpables. Una frase que se queda grabada por su universalidad y sus implicaciones, que van más allá de lo inmediato: "Ser padre es también una forma de tener miedo". 

lunes, 16 de enero de 2012

UNA RECOMENDACIÓN DESPUÉS DE LOS GOLDEN GLOBES



Ayer la prensa extranjera premió las producciones cinematográficas del 2011. Muchos nos alegramos cuando Christopher Plummer, un veteranísimo actor, recibió merecido reconocimiento por su actuación en una comedia, reconocimiento que parecía más un homenaje a toda su carrera. Por lo que fuera, su Globo de Oro también sirve para llamar la atención sobre Beginners, un comedia romántica anómala, maravillosamente imperfecta, quizá demasiado "inteligente" para algunos de los aficionados al género, pero en resumen una de las grandes sorpresas fílmicas del año que acaba de pasar. Dirigida por Mike Mills y protagonizada por Ewan McGregor y la francesa Mélanie Laurent, es una película "plagada" de pequeños aciertos. No se la pierdan si aún tienen oportunidad de verla.



lunes, 9 de enero de 2012

VENTANA ABIERTA / LAS MUJERES DE ALONSO MARTÍNEZ


Ventana Abierta es una voluminosa revista publicada anualmente por la Asociación de Amigos de la Cultura Extremeña. La edición de 2011, presentada hace pocos días, acogió este apunte mío:


LAS MUJERES DE ALONSO MARTÍNEZ 

Este texto debería detenerse exclusivamente en la indudable calidad del más reciente libro del escritor vasco Fernando Aramburu El vigilante del fiordo (Tusquets, 2011), para nada sorpresiva, pero de una manera humilde –y ya van a entender por qué me adelanto a declararlo–, se va a ocupar tan sólo de uno de los cuentos que lo componen: La mujer que lloraba en Alonso Martínez.



Para quienes aún no leen este magnífico volumen, voy a intentar una síntesis parcial: Claudio B., un divorciado sin descendencia, cercano a los cincuenta años, consigue de su jefe un adelanto de dos semanas de vacaciones para ayudar a su hermana menor, Lucrecia, a cuidar de su madre, afectada por alguno de los déficit mentales que acompañan la vejez. En los viajes en el metro siempre ve sentada en un banco en la estación de Alonso Martínez a una mujer de unos treinta años que llora. Claudio B. se interesa cada día más en ella.
Creo que con estas líneas basta para plantear mi inquietud. Hace casi diez años publiqué El álbum de Mónica Pont (2003), una nouvelle que reapareció en 2010 en el volumen colectivo Transmutaciones. Literatura Colombiana Actual, gracias al esfuerzo del poeta Antonio María Flórez y al interés de la Editorial Regional de Extremadura por difundir las letras allende los mares. Mi personaje principal es Leonel Orozco, un escritor marginal, herido por la realidad colombiana, que ensaya la inmigración como posibilidad. Un cartel de la carátula de una revista sensacionalista en la que se destaca la actriz y modelo catalana, pegado en los túneles del metro, se convierte en su obsesión, y materializa buena parte de sus preocupaciones y sentimientos en describir lo que el tiempo le hace a este cartel en una estación específica: Alonso Martínez.
Extrañísima coincidencia: dos escritores de orígenes disímiles, casi contemporáneos y con una relación con Madrid que, hasta donde sé, no es íntima, escogen una misma estación del metro para situar, si me permiten la metáfora, la angustia. Fernando Aramburu escribe: “Las lágrimas de la mujer, su mueca de aflicción, el frotar nervioso de sus manos, lo impresionaron con más fuerza que cuando solía mirarla desde el vagón”[1]; Claudio B, se ha apeado del vagón para observarla de cerca. Unos días después la interpela:
“–¿No hay nada que yo pueda hacer por usted?
La mujer abrió poco a poco una mano tapándola con la otra, como si tratara de ocultar a las personas esparcidas por el andén lo que tenía agarrado dentro del puño, y sin decir palabra enseñó a Claudio B. un boquete cárdeno y supurante en el centro de la palma. A continuación, con el mismo aire ausente y parecidas precauciones, levantó una de las perneras de su pantalón, lo justo para que asomara parte de una llaga aún más grande en su pantorilla”[2].
La relación de Leonel Orozco con el cartel de Mónica Pont también tiene que ver con las heridas y la mutilación: “Vuelvo a Alonso Martínez y me doy cuenta de mi abandono. Soy culpable, lo admito. La palabra puta fue arrancada con buena parte de tu muslo. Ahora eres una figura mutilada, aún más ambigua y deseable. La inflamación de los párpados parece causártela el dolor. Tu desnudez, tu púdica desnudez se vuelve un acto médico, un testimonio”[3], y se lanza a la acusación: “¿Cómo se atrevió alguien a rasgar tus senos? La crueldad se llama Alonso Martínez”[4].
Para mayor curiosidad, ambas narraciones se detienen a continuación en el hecho de que una mujer se arrojó a las vías precisamente allí, en Alonso Martínez.
En internet me he enterado de que la citada estación rinde homenaje a un abogado y político del siglo XIX, gestor del código civil español. Así mismo busqué imágenes de los túneles, los accesos y los alrededores de la estación, con la idea de descubrir que la hace propicia para situar la angustia, para recordar la mutilación. He fracasado en el intento, pero me rehúso a aceptar que todo es casualidad.
Si algún día me cruzo con Fernando Aramburu espero poder preguntarle en qué año comenzó a escribir su cuento; tal vez coincidimos en Madrid en una época, en un año o un mes particulares, uno en que cristalizó la atmósfera de desgracia que tanto nos afectó y que, imprudentes, nos empeñamos en transmitir. Por lo pronto me atrevo a recomendar a las mujeres, sobre todo a las frágiles, que aunque llueva, ateridas de frío o arrasadas por el calor del verano, caminen unos cientos de metros y desciendan al metro por otras escalas, en otra estación cualquiera.


[1] Aramburu, Fernando. El vigilante del fiordo. Tusquets editores, Barcelona, 2001. Página 31.
[2] Ibid. Página 34.
[3] Escobar Giraldo, Octavio. El álbum de Mónica Pont en Transmutaciones. Literatura colombiana actual. Página 146.
[4] Ibid. 148.