domingo, 15 de diciembre de 2013

ORATORIO DE NAVIDAD




Hace cinco años, mi madre y Verónica Franco formaban parte del coro que apoyaría a los solistas y la Orquesta Sinfónica de Colombia en la interpretación del Oratorio de Navidad BWV 248 de Johann Sebastian Bach en la capilla de un colegio de la arquidiócesis que mira a Bogotá desde una de las cimas de los cerros orientales. Hacía tres semanas la recogíamos casi todas las tardes en el edificio de Chapinero alto en donde se quedaba –quizá vive todavía en Cali– y las dejaba frente a la Biblioteca Luis Ángel Arango, en uno de cuyos salones ensayaban. Mi madre se posesionaba del asiento trasero desde que salíamos de casa y me trataba como si yo fuera su chofer:
–Lo mereces –me recriminaba–. Yo no conozco ningún otro muchacho que pierda once en estos días.
¿Qué podía responder? Mis compañeros, hasta los sospechosos de retardo mental, andaban inscribiéndose en la universidad mientras yo pensaba en cómo sobrevivir a un año más en el colegio, sin asesinar al prefecto de disciplina. Y mis explicaciones no satisfacían a nadie, ni a mí. La palabra “dejadez” fue la que prefirió mi padre, en su opinión preservaba el honor familiar. A mi madre le gustó “pereza”, y me convirtió en su auxiliar de servicios generales, para cobrármela. Creo que ninguna de las dos expresiones incluye a la nena que primero me llevó a las rumbas más salvajes, con gloriosos finales en su cama, y después me dejó en la inmunda. Como me gustaba su madre, me refería a ella como La Hijueputable, un término que la implicaba sólo y exclusivamente a ella.
Verónica Franco ya debe tener más de cuarenta años y espero que siga siendo hermosa. Sus piernas se parecen a las de Beyoncé, cuando Beyoncé no abusa de las hamburguesas y las papas fritas, y sabe de música, ahora lo sé muy bien. La primera vez que la vi, le aclaró a mi madre que en realidad sólo interpretarían unas partes del Oratorio de Navidad, compuesto por seis cantatas que escribió Bach para acompañar los actos religiosos de las diferentes festividades decembrinas:
–El día de la circuncisión incluido –agregó.
–Eso es lo que se merece este muchacho. –Aprovechó mi madre para comentar, con una sonrisa de asesino en serie en su rostro mofletudo.
–Y esa cantata, la cuarta, es una maravilla. Es en fa, y además de los oboes, intervienen las trompas. Es el centro de toda la composición –afirmó Verónica Franco con los ojos fijos en mí, dejando a sus labios jugar con las palabras.
A mediados de diciembre, Verónica Franco mencionó que le habían regalado un gigantesco árbol de navidad y quería adornarlo. Fuimos a tres centros comerciales. Mi madre alargó el proceso de selección de los adornos, consciente de mi aburrimiento, incluso me obligó a abrazar a un apestoso Santa Clauss que me llevaba como veinte centímetros de estatura, y nos tomó unas fotos con su celular, para que mi humillación fuera mayor. Tres horas después, satisfecha, llamó a mi padre y se invitó a comer en un restaurante que huele a pescado muerto, que a ella le encanta.
–Lleva a Verónica a su apartamento, o a donde ella necesite –sonrió–, y ayúdala a adornar el árbol. Llega antes de las diez o no respondo –me advirtió con su tono maternal que era sinónimo de amenaza.
Asentí. También Verónica.

La pregunta surgió después de un largo silencio, mientras descendíamos de la circunvalar hacia el centro de la ciudad.
–¿Puedo confesarte algo? –Verónica se mordía el labio inferior.
–Por supuesto –respondió mi madre, casi con alegría.
–Tengo un romance. –Simuló arrepentimiento.
–¿De verdad? –A mi madre le encantan los chismes y nunca le ha importado que yo los escuche. Creo, además, que en ese momento consideraba que yo era su chofer y todo el mundo parece creer que los choferes son ciegos y sordos.
–Sí. Con un hombre menor que yo –admitió.
Mi madre se llevó la mano a la boca y brotó los ojos, o algo por el estilo:
–¡No!
–Sí. Es un poco menor que yo –corrigió, sonriente.
–¿Qué tanto? –Quiso saber mi madre.
–Dos o tres años –mintió.

Wir singen  dir in deinem Heer –repitió Verónica Franco.
–Esto de la pronunciación me parte el alma –afirmó mi madre. Sus ojos repasaban la partitura mientras dejábamos atrás el parque de los periodistas. –¿Qué significa?
–“Te cantamos a ti con todo nuestro poder” –leyó la traducción.
–Fascinante. –Mi madre meneó la cabeza–. ¿Y cómo va tu romance?
–¿Te interesa?
–¿Me interesa? ¡Claro que me interesa! –Se quitó los lentes para leer.
–… Bien. A él lo controlan muchísimo pero puede escaparse de vez en cuando. Es más, no voy a entrar al ensayo.
–¿Por qué?
–Nos vamos a ver en veinte minutos, para él es más fácil a esta hora.
–¿En la Luis Ángel?
–No. En el apartamento.
–¿Es bueno contigo? –Había ternura en la voz de mi madre.
–Es maravilloso.
–Te felicito. No creo que pudieras imaginar un mejor regalo de navidad –sonrió antes de ladrarme–: Me dejas y llevas a Verónica. Recuerda estar aquí muy a las cinco.
–Sí, mein führer –demostré mis adelantos en el alemán.
–Me encantan tus chistes –respondió maternal (sardónica).
Cuando bajó del carro, aceleré rumbo a Chapinero alto.

–¿Sabes que quiero? Regalarle ropa interior.
–¿Y qué ropa interior usa? –preguntó mi madre con malicia.
–Le gustan los bóxer.
–A este badulaque también le gustan los bóxer, se cree un modelo de Calvin Klein. Los compra, carísimos, en un almacén en Unicentro, pero este año no merece nada. Llévanos a Unicentro –ordenó.
Bogotá estaba totalmente iluminada. Entre la necesidad del alcalde de congraciarse con la gente y los entusiastas de la navidad –animados por el comercio organizado– habían convertido las avenidas en un muestrario inmenso de luces multicolores. Desde que tengo un poquito de uso de razón me molesta diciembre, me deprime esa capacidad de los seres humanos para simular que están contentos. A muchos de mis seguidores en twitter tampoco les gusta la hipocresía navideña; a la nena que me dejó en la inmunda sí le gustaba. Hijueputable, en resumen.
Entramos al parqueadero y recorrimos los corredores del centro comercial plagados de renos y musgos, de vírgenes y pajas. Verónica Franco, asesorada por mi madre, escogió un bóxer negro con un letrero amarillo en la parte frontal: Nuclear Material. Verónica Franco lo pronunció en inglés, mi madre en español. Después decidieron tomarse un café. Yo las acompañe con una limonada.
–Está cuidando la figura –se burló mi madre.

Al final del concierto la gente aplaudió muchísimo, yo también, convencido de que había vislumbrado mi futuro. Verónica se iba tres horas más tarde y recogimos sus maletas para llevarla al aeropuerto. Si el vuelo salía a tiempo, celebraría el 24 de diciembre en su casa, no sé con quién.
–Les agradezco mucho a los dos todo lo que hicieron por mí, de verdad.
–Corre, querida, te va a dejar el avión –dijo mi madre. Esa parquedad indica que le tuvo cariño verdadero.
Un individuo uniformado se acercó, feliz, para ayudarnos con el equipaje.
–En esta bolsa hay dos bobaditas para ustedes –se despidió Verónica, estampándonos de a beso, embriagándome con su perfume. La vimos superar una de las puertas, su cuerpo erguido, la mirada al frente.
Mi madre tomó la bolsa y la abrió:
–Esto debe ser una camiseta. –Me arrojó un paquete pequeño.
–Ábremelo, por favor. –Se lo devolví, sospechando el contenido, y arranqué.
Nunca pude usar ese bóxer.

lunes, 2 de diciembre de 2013

DOS PÁRRAFOS DE GRAHAM GREENE


Los piensa Fowler, un veterano periodista inglés, protagonista de El americano impasible (The Quiet American, 1955):

"El tiempo tiene sus venganzas, pero las venganzas tantas veces resultan rancias. ¿No haríamos mucho mejor todos nosotros si no tratáramos de comprender, si aceptáramos el hecho de que ningún ser humano comprenderá jamás a otro, ni una mujer a su marido, ni un amante a su amante, ni un padre a su hijo? Quizá por eso los hombres inventaron a Dios: un ser capaz de comprender. Quizá, si quisiera ser comprendido o comprender, me atontaría hasta tener una religión; pero soy un reportero, y Dios sólo existe para los que escriben editoriales."

"He leído tantas veces descripciones de lo que piensa la gente en el momento del miedo: en Dios, en la familia, en una mujer. Admiro el dominio que tendrán de sí mismos. Yo no pensaba en nada, ni siquiera en la puerta de escotilla sobre mi cabeza; durante unos segundos deje de existir: era puro miedo."

Traducción de Juan Rodolfo Wilcock

domingo, 24 de noviembre de 2013

EN LAS FRONTERAS DEL MIEDO


Es habitual que los libros de poesía tengan títulos eufónicos que sugieran atmósferas y mundos, imágenes y obsesiones, pero que siembran muy pocas seguridades en el lector. En las fronteras del miedo es, por el contrario, un título que sitúa, que establece y que amenaza, que reniega de la neutralidad con una impronta que podríamos calificar de expresionista:

Una mujer caída lo mira sin órbitas
desde su pesadilla azufrosa
de rasgados vientres deshabitados

Aquí las ambigüedades son las connaturales al lenguaje, y el carácter elusivo del poema abarca sus esencias y misterios más íntimos, pero no sus intenciones. Antecedidos por un verso del recientemente desaparecido Álvaro Mutis, uno de los poetas más admirados y estudiados por Antonio María, y que proviene de Noticias del Hades: “Vengo –me dijo- de las heladas parcelas de la muerte”, sus seis partes -Arden las sombras, El exilio, En las fronteras, El miedo, Destino y Postfacio-, recrean un itinerario que comienza en el paraíso perdido de la infancia y termina con doce preguntas que se difractan con un acento existencial que bebe en las dudas fundamentales del ser humano, pero que también es expresión de un tiempo y un lugar, del comienzo de un siglo y de la desazón convertida en puntos del mapa colombiano, en memoria inmensa de olvidos e ignominias: Olivares, la 19, la Galería, el río Cauca, Caquetá, Quindío, y también de un rumbo de exilios: Panamá, Kingston, San Juan, Lisboa, Cádiz, Barcelona, que puede ser, además, y por odiosa coincidencia, el tránsito de las horas por el cuerpo de un ser amado, tal vez amado; amado en alguno de los sentidos de la palabra:

     Era el amor
en los ojos de aquellos niños,
como el crepúsculo,
lleno de sueños.

Pero los amores infantiles, acompañados de juegos y promesas, huyen como huyen sus protagonistas, voces que a veces nos hablan, que a veces son narradas, que a veces somos. En Exilio, segunda parte del libro, asistimos a la postergación de la esperanza, tal vez a su fin:

Los amantes emigran,
obligados por el odio,
y dejan en cada posada del camino
un proyecto de vida
que es fugaz y perpetuo
                en las caricias ansiosas que se profesan,
y en los sueños que tejen cada noche
entre las sábanas del miedo.

Poesía sin concesiones, En las fronteras del miedo está escrito con palabras que nos acarician con sus heridas, que saben que la belleza es un mal necesario, y es inevitable relacionarlo con Desplazados del paraíso (2003), el libro ganador del Premio Nacional de Poesía “Ciudad de Bogotá”, en el que a través de alusiones eruditas que enriquecen el discurrir colombiano, vamos del campo a la ciudad, de felicidades simples a un desarraigo con el que estamos tristemente familiarizados. Y en ese mismo sentido, no es gratuito que las últimas páginas de este volumen recién publicado por la Diputación de Badajoz en su prestigiosa colección Alcazaba, nos regalen otro de los libros de Antonio María, Corazón de piedra (2011), que incluyó por ejemplo, y en la misma tónica, el poema Y allí dejan:

          Y allí dejan la huella
sobre el polvo,
la hierba húmeda
                             y el barro;
siempre la misma medida de sus pasos,
la idéntica certeza
de un andar cansino
                       hacia lo desconocido
por esa ruta que marca
la certidumbre de un rastro sin dolientes,
de un destierro sin objeto.

Idénticas preocupaciones éticas, nacidas de un dolor genuino, individual y colectivo, iluminan los tres libros, que en el caso de Corazón de piedra pueden tomar la forma del diálogo, el registro de la conversación entre un padre y su hijo. La muerte aparece una y otra vez como indagación y certeza, aliada del tiempo que nos aleja de la infancia y el amor, y reverbera hacia la vida misma, enfrentándonos a visiones que, insisto, podemos calificar de existencialistas, con los silencios como ruta y el mar como felicidad pasajera al final de unos viajes que son siempre metáfora.  
Si en Desplazados del paraíso brillaba una luz en el poema 14:

      Alguien tendrá que detener esto.
Alguien, no sé quién,
debería abrir alguna puerta de su morada,
                –su corazón incluso–
y generoso decir, a pesar de sus heridas:
                                –Entra, esta es mi casa,
                                  bebe de mi agua
                                  y reposa para siempre de la huida

Y en Corazón de piedra la esperanza encarna en la voz siempre ávida de saber del niño, quien pregunta por la fe, la muerte y también por Dios, atento a las revelaciones del padre. Ahora, aquí leemos:

          En esa línea
también cabe
                          la esperanza
oscuramente.

Creo entender que esa esperanza se alimenta del calor de las palabras, del límite, de la frontera:

          Es el límite.
Desdoblada imagen
             de lo que fluye y es.
Sombra fugaz
               o turbia semilla.
Inalcanzable fuente
       tras los espejos.
Impura ofrenda.
                    Tenaz destino.

Y el límite, la frontera, ¿qué son? Si, como repite el poemario, "Vivir es lo que nos hace daño", tal vez la poesía sea el límite, la frontera, la felicidad de lo fugaz, la fugacidad de la sonrisa, sin olvidar, por supuesto, como también nos lo dice Antonio María que, para empezar hay que entender "La soledad como premisa del verso".

sábado, 9 de noviembre de 2013

MANUEL BORRÁS reseña CIELO PARCIALMENTE NUBLADO


En el boletín de Libélula Libros, la selecta librería que hace las delicias de los lectores en Manizales, el fundador de la maravillosa editorial valenciana Pre-textos, comenta mi novela más reciente.



Octavio Escobar Giraldo es uno de esos novelistas que me sorprende constantemente. Ahora, en lo que a mi sorpresa respecta, le ha tocado el turno a su última novela, Cielo parcialmente nublado, novela de carácter histórico que propone colateralmente una semblanza emocional de Manizales. Su protagonista, exiliado en España desde hace trece años, debe llevar a cabo un inevitable regreso a su pasado, reclamado por la salud mental de su padre, víctima de la tensión sufrida por la ciudadanía rasa durante los diálogos de paz entre el gobierno y las FARC en 1999. Pero aunque sea un asunto de amor el que lo llevara a España y un asunto de (otro tipo de) amor el que lo devuelve a Colombia, lo cierto es que se percibe un miedo latente en la relación del protagonista con su país natal.
Algo que, por otro lado, no es privativo de él, pues en mayor o menor medida el temor a la violencia y la injusticia mantienen en estado de alerta la conciencia colectiva de la galería de secundarios que aparecen en la novela.

En ese clima enrarecido se desarrolla una trama de recorrido lineal, estructura sencilla y lenguaje diáfano. Porque más que de la historia, Cielo parcialmente nublado es expresión de la intrahistoria. Así, los personajes nada tienen de complejo ni de extraordinario; quiero decir: se trata de gente llana que vive llevada por la cotidianeidad. Ni grandes acontecimientos ni grandes caracteres, ni héroes ni antihéroes. Aquí se plantea, por decirlo de algún modo, una ética y estética democráticas. Así lo demuestra que gran parte de las argumentaciones se sustentan en diálogos, y que éstos fluyan como en una escena cinematográfica, o que simulen la espontaneidad de una conversación en directo. Con estos recursos, el autor consigue que la lectura resulte ágil, habilidosa, fácil y muy grata.

Paralelamente, según he apuntado, la trama encuentra la manera de maridar el carácter histórico con el sentimental. El protagonista se enfrenta a fantasmas de su pasado que, ahora sí, dan relieve y complejidad a su carácter. Así, el reencuentro con amigos, ex novias y familiares remueve posos emocionales que le despiertan, para bien o para mal, conflictos. Y quizá el mayor de todos lo sufra al enfrentarse a su ciudad, Manizales, con la que mantiene un auténtico duelo interior: de la admiración al odio, pasando por el sometimiento para llegar al amor. Un vínculo extraordinario que lo preña todo de sentidos, o mejor: de puntos de fuga. Ése es el corazón de esta novela, cuya lectura recomiendo encarecidamente.

Entrada afín: http://destinosintermedios.blogspot.com/2013/05/cielo-parcialmente-nublado.html

jueves, 10 de octubre de 2013

¿Y CÓMO ESCRIBE ALICE MUNRO?


PRUE


Prue vivía con Gordon. Eso fue después de que Gordon hubiese dejado a su mujer y antes de que volviese con ella (un año y cuatro meses en total). Algún tiempo después, él y su mujer se divorciaron. Después vino un período de indecisión, de vivir juntos de vez en cuando; luego la esposa se fue a Nueva Zelanda, probablemente para siempre.
Prue no volvió a la isla de Vancouver donde Gordon la había conocido cuando estaba trabajando como camarera en un hotel de temporada. Consiguió un empleo en Toronto, en una floristería. En aquella época tenía muchos amigos en Toronto, la mayoría de ellos amigos de Gordon y de su mujer. Les gustaba Prue y estaban dispuestos a sentirlo por ella, pero ella se burlaba hasta que lo dejaban. Es muy agradable. Tiene lo que los canadienses del este llaman un acento inglés, aunque nació en Canadá, en Duncan, en la isla de Vancouver. Su acento le sirve para decir las cosas más cínicas de forma simpática y despreocupada. Ella presenta su vida en anécdotas y, aunque el sentido de la mayoría de sus anécdotas sea que las esperanzas se han desvanecido, que los sueños son ridículos, que las cosas nunca resultan ser como se esperaba, que todo se altera de un modo grotesco y nunca hay una explicación, las personas siempre se sienten animadas después de escucharla; dicen de ella que es un alivio encontrarse con alguien que no se tome demasiado en serio, que sea tan poco vehemente, tan civilizada, y que nunca formule ninguna petición ni queja auténticas.
La única cosa de la que se queja fácilmente es de su nombre. Prue es de colegiala, dice, y Prudence es de doncella vieja. Los padres que le dieron aquel nombre debían de haber sido demasiado cortos de vista incluso para tener en cuenta la pubertad. ¿Qué hubiera sucedido, dice, si se hubiese desarrollado mucho de pecho, o si hubiera llegado a tener una mirada voluptuosa? ¿O era el mismo nombre una garantía para que no llegase a ello? Ahora, a sus cuarenta y muchos, delgada y agradable, atendiendo a los clientes con una respetuosa vivacidad, complaciendo a los invitados, podría no hallarse lejos de lo que aquellos padres tenían en mente: brillante y atenta, una espectadora jovial. Es difícil admitir su madurez, su maternidad, sus problemas reales.
Sus hijos ya adultos, fruto de un prematuro matrimonio en la isla de Vancouver que ella llama un desastre cósmico, vienen a verla y, en lugar de querer dinero, como los hijos de otras personas, le traen regalos, intentan arreglarle las cuentas, hacen que le pongan aislamiento en la casa. Ella está encantada con sus regalos, escucha sus consejos y, como una hija alocada, olvida responder a sus cartas.
Sus hijos esperan que no esté en Toronto por Gordon. Todo el mundo lo espera. Ella se reiría de la idea. Da fiestas y va a fiestas; a veces sale con otros hombres. Su actitud hacia el sexo es muy tranquilizadora para aquellos de sus amigos que caen en terribles estados de pasión y de celos y quieren zafarse de sus amarras. Parece considerar el sexo como un capricho saludable y algo tonto, como el bailar o la buena comida, algo que no debería interferir con que las personas sean amables y agradables las unas para con las otras.
Ahora que su mujer se ha ido para siempre, Gordon va a ver a Prue de vez en cuando, y a veces la invita a cenar fuera. A veces no van a un restaurante, a veces van a su casa. Gordon es un buen cocinero. Cuando Prue o su mujer vivían con él, era incapaz de cocinar, pero en cuanto se puso a ello se convirtió, y lo dice en serio, en mejor que cualquiera de ellas.
Hace poco, él y Prue estaban cenando en casa de Gordon. Había hecho pollo Kiev y crema quemada de postre. Como la mayoría de los cocineros recientes y serios, hablaba de comida.
Gordon es rico, comparado con Prue y con la mayoría de gente. Es neurólogo. Su casa es nueva y está construida en una colina al norte de la ciudad, donde antes había granjas pintorescas e improductivas. Ahora allí hay casas muy caras, singulares, diseñadas por arquitectos, en parcelas de medio acre. Prue, cuando describe la casa de Gordon, dice:
—¿Sabes que hay cuatro cuartos de baño? De modo que si cuatro personas quieren tomar un baño al mismo tiempo no hay problema. Parece un poco exagerado, pero está muy bien, realmente, y nunca tienes que atravesar el salón.
La casa de Gordon tiene una zona de comedor elevada, una especie de plataforma rodeada de un hueco para conversar y otro para escuchar música y de un bancal con muchas plantas bajo el cristal inclinado. Desde el comedor no se puede ver el vestíbulo, pero no hay paredes intermedias, de modo que desde una zona se puede oír algo de lo que ocurre en la otra.
Durante la cena sonó el timbre. Gordon pidió disculpas y bajó las escaleras. Prue oyó una voz de mujer. La persona a quien pertenecía todavía estaba fuera, de modo que no pudo oír las palabras. Oyó la voz de Gordon, un tono bajo y cauteloso. La puerta no se cerró, parecía que no se hubiese invitado a pasar a la persona, pero las voces siguieron, sordas y enojadas. De repente se escuchó un grito de Gordon y apareció a mitad de las escaleras, haciendo ademanes con los brazos.
—La crema quemada —dijo—. ¿Podrías encargarte?
Bajó corriendo mientras Prue se levantaba e iba a la cocina para salvar el postre. Cuando volvió, él estaba subiendo las escaleras más despacio, con aspecto inquieto y cansado.
—Una amiga —dijo abatido—. ¿Estaba bien?
Prue se dio cuenta de que hablaba de la crema quemada y dijo que sí, que perfecta, que había llegado justo a tiempo. Él le dio las gracias, pero no se animó. Parecía que no era el postre lo que le preocupaba, sino lo que fuera que había sucedido en la puerta. Para alejar su mente de ello, Prue empezó a hacerle preguntas profesionales sobre las plantas.
—No sé nada de eso —le dijo—. Y tú lo sabes.
—Pensé que podías haber aprendido. Como la cocina.
—Ella se encarga de las plantas.
—¿La señora Carr? —dijo Prue, nombrando a su asistenta.
—¿Quién pensabas?
Prue se sonrojó. Odiaba que pensasen que recelaba.
—El problema es que creo que me gustaría casarme contigo —dijo Gordon, sin ningún apreciable cambio en su humor. Gordon es un hombre grande, de rasgos duros. Le gusta llevar ropa gruesa, suéters abultados. Sus ojos azules están a menudo enrojecidos y su expresión indica que hay un alma indefensa y confundida retorciéndose dentro de esa formidable fortaleza.
—Qué problema —dijo Prue jovialmente, aunque conocía a Gordon lo suficiente como para saber que lo era.
El timbre sonó de nuevo, sonó dos, tres veces, antes de que Gordon pudiese llegar a la puerta. Esta vez hubo un estrépito, como de algo arrojado y que caía con fuerza. La puerta se cerró de golpe e inmediatamente después se veía de nuevo a Gordon. Vaciló en los escalones y se llevó una mano a la cabeza haciendo al mismo tiempo un gesto con la otra mano para indicar que no había sucedido nada grave, que Prue se sentase.
—Condenado maletín —dijo—. Me lo ha tirado.
—¿Te dio?
—Pasó rozando.
—Hizo mucho ruido para ser un maletín. ¿Estaba lleno de piedras?
—Probablemente de botes. Su desodorante y demás.
—Oh.
Prue le miró mientras se servía una copa.
—Me gustaría tomar un café, si es posible —dijo ella. Fue a la cocina a poner el agua y Gordon la siguió.
—Creo que estoy enamorado de esa persona —dijo él.
—¿Quién es ella?
—No la conoces. Es muy joven.
—Oh.
—Pero realmente creo que me quiero casar contigo, dentro de unos cuantos años.
—¿Cuando ya no estés enamorado?
—Sí.
—Bueno. No creo que nadie sepa lo que puede pasar en unos cuantos años.


Cuando Prue cuenta esto dice:
—Creo que tenía miedo de que me fuera a reír. No sabe por qué se ríe la gente ni por qué le arrojan sus maletines de fin de semana, pero se ha dado cuenta de que lo hacen. Realmente, es una persona muy correcta. Una estupenda cena. Entonces llega ella y le tira la maleta. Y es totalmente razonable que piense en casarse conmigo dentro de unos años, cuando ya no esté enamorado. Creo que primero pensó en decírmelo de manera que no le diera vueltas a la cabeza.
Ella no menciona que a la mañana siguiente cogió uno de los gemelos de Gordon de su cómoda. Los gemelos son de ámbar y los compró en Rusia, en las vacaciones que hicieron él y su esposa cuando volvieron a juntarse. Parecen cuadrados de azúcar cristalizada, dorados, translúcidos, y éste se aprecia rápidamente en su mano. Lo deja caer en el bolsillo de su chaqueta. Coger uno no es realmente un robo. Podría ser un recuerdo, una travesura íntima, una tontería.
Está sola en casa de Gordon; él se ha ido temprano, como siempre. La asistenta no llega hasta las nueve. Prue no tiene que estar en la tienda hasta las diez. Se podría hacer el desayuno, quedarse y tomar café con la asistenta, que es amiga suya de antaño. Pero en cuanto tiene el gemelo en el bolsillo no se detiene. La casa parece un lugar demasiado desolado como para pasar ni un sólo momento más en ella. Fue Prue, en realidad, quien ayudó a escoger el terreno para la construcción, pero ella no es la responsable de la aprobación de los planos... la esposa estaba de vuelta para entonces.
Cuando llega a su casa pone el gemelo en una vieja lata de tabaco. Sus hijos compraron esta lata de tabaco en una chatarrería y se la regalaron. En aquel tiempo ella fumaba y sus hijos estaban preocupados por ella, así que le dieron esta lata llena de toffees, de caramelos y de pastillas de gelatina, con una nota que decía: «Por favor, en vez de fumar, engorda». Eso fue para su cumpleaños. Ahora la lata tiene dentro varias otras cosas además del gemelo. Todo cosas pequeñas, no de gran valor, pero tampoco despreciables. Un pequeño plato de esmalte, una cuchara de sal de plata de ley, un pez de cristal. No son recuerdos sentimentales. Ella nunca se los mira, y se olvida a menudo de lo que tiene allí. No son botines, no tienen un significado ritual. Ella no se lleva algo cada vez que va a casa de Gordon, ni cada vez que se queda, ni para señalar lo que ella podría llamar visitas memorables. Ella no lo hace ofuscada y no parece sentir ningún apremio. Sencillamente coge algo de vez en cuando, y lo oculta en la vieja lata de tabaco, y más o menos se olvida de ello.

Traducción de Esperanza Pérez Moreno

sábado, 21 de septiembre de 2013

POESÍA VISUAL DE JUAN RICARDO MONTAÑA GARCÍA

"La poesía visual, heredera del legado vanguardista, con esa apelación tan directa nos remite a una obra que sólo es lo que es, a un significado que, como apuntó Paul Celan, es inmediato, a una distinción, siguiendo a Lessing en Lacoon, An Essay on the limits of painting and poetry, entre espacio y tiempo, imitación y expresión, silencio y elocuencia, ojo y oído. Y en este plano, Juan Ricardo Montaña nos aporta un proceso creativo novedoso, basado en la experiencia, en la relación existente entre el pictograma, el ideograma, el collage, el verso, que convierte al poema en una composición estructural que desencadena una disposición bien diferente a lo que originalmente nos pretende exponer; una composición en la que el texto y la imagen se hallan en el mismo nivel perceptivo y traspasa cualquier linealidad discursiva."
Javier Cano



Romance de la luna, luna (Exposición "Pensar y pinta a Lorca")






El árbol solo



Caligrama II de Sed de Agua



Ocurre hasta en las mejores familias



A ADA SALAS: "Alado y mágico verso"



Crítica literaria



El toro de lidia del escritor


miércoles, 7 de agosto de 2013

ESTUDIO DE LOS SERES Y LAS COSAS


Manuel Iván Urbina Santafé (Pamplona, 1967) ha forjado una carrera literaria desde la frontera, que incluye los premios nacionales de poesía "Cote Lamus" y "José Eusebio Caro", y la publicación de libros para niños y jóvenes como Una isla llamada luna y Don Quijote leído por Alonso El Bueno. Director del taller RELATA de la ciudad de Cúcuta, su biografía Sören Kierkegaard: la conciencia de un desesperado, está íntimamente relacionada con El dios de Johannes de Silentio, la antología poética personal de la que proceden los siguientes textos, seleccionados por el autor de Estudio de los seres y las cosas, su libro de 2005.


1 DE FLORES

Tiene una flor en el vientre.
Con su perfume
planea apalabrar
una abeja.


1 DE ÁRBOLES

imitación de Moritake

Rama invisible
hasta que una flor
levanta el vuelo.


2 DE ÁRBOLES

Nunca vendrían las lluvias
si el guayacán añoso
dejara de implorar
con sus ramas muertas.


3 DE ÁRBOLES

El almendrón, llegado de la infancia

El tapiz blanco
que el almendrón extiende a sus pies
va enlodándose
conforme transcurre el día.
Y las diminutas flores
con apariencia de estrella
son sepultadas por la desmesura
multicolor de las hojas:
naranja, amarillo, rojo intenso, marrón;
incluso tonos de verde que no debieron caer.
Un contraste tumultuoso es
el camuflaje de la vida y la muerte:
"Recuerda esto, hermano, y alégrate".


3 DE FLORES

¿Por qué se apretujan
las florecillas rojas
en la fiesta de la ecsora?
Tomadas de la mano, rientes,
se encienden y se apagan
como una sola flor.


1 DE PÁJAROS

Y el dolor
pretende ser necesario
como es para el ave en vuelo
la señal de que atardece.


3 DE MARIPOSAS

Presiento la inmensidad
del universo que sueñas
crísálida desnuda y vulnerable
bajo esas alas
de arcoíris
que te has puesto.


1 DE GOTAS

Sobre la simulación del durazno
los dedos siguen el rastro
de una gota
que nada será
cuando se detenga.


3 DE GOTAS

El tiempo llega
en que los cuerpos
de la lluvia
no pueden esperar.


8 DE GOTAS

No pierde su alma
una gota que cae.
Sucede que sus alas
se niegan a abandonar la fruta.

lunes, 8 de julio de 2013

INFESTACIÓN


–Este cuento tiene piojos –dije a mi mujer.

–No te creo.

Vio las liendres.

–Hay que motilarlo.

–Tiene palabras que me gustan mucho.

–Tú y tus palabras –suspiró–. Úntale petróleo.

–¿Petróleo?

–Eso hice con los niños.

–¿Y si se intoxica?

–Los niños no se intoxicaron.

–Son fisiologías distintas.

–Cuidas demasiado tus cuentos. Relájate.

Bajé la cabeza.

–Cepíllalo y lávalo. Cepíllalo y lávalo hasta que le salga toda esa inmundicia –gritó rumbo a la cocina.

Lo hice, juro que lo hice.


viernes, 24 de mayo de 2013

GATSBY

El Gatsby de Bazz Luhrmann es exactamente eso: una versión amanerada, caprichosa, visual y auditivamente excesiva de El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald. No tiene mucho sentido hablar de la actuación de Leonardo DiCaprio -cuyo rostro comienza a parecerse al de Orson Welles en las fases adultas del Ciudadano Kane-, ni de la de Carey Mulligan -sin el brillo que se espera en Daisy, pero mucho menos caricaturesca-, y por supuesto no hay razón para gastar palabras en lo que hace Tobey Maguire, ni en el truco barato e innecesario de convertir su relato en un monólogo para el psiquiatra.
La parafernalia formal que resultaba pertinente para un musical sobre el famoso Moulin Rouge, un cabaret caracterizado por sus exuberancias, tiene poco que ver con la obra de un escritor que transcribió en su cuaderno de notas, este proverbio egipcio:

Las peores cosas:
Estar en la cama y no dormir,
Querer la presencia de alguien que no viene,
Tratar de complacer y no lograrlo.

Cuando la crítica de habla inglesa escogió las cien novelas más importantes del siglo XX en su idioma, el segundo lugar lo ocupo, para sorpresa de muchos, El gran Gatsby. Casi simultáneamente, la celebración del centenario de nacimiento de Scott Fitzgerald en Saint Paul, Minessota, el 24 de septiembre de 1896, ofreció a los lectores una selección de sus cuentos realizada por Matthew J. Bruccoli, la parte menos comprendida de su obra porque desde el principio, como lo cuenta Scott Donaldson en Ansia de amor (Montesinos, 1987), los relatos publicados en The Saturday Evening Post durante 1919 y 1920 -de los que se incluyen cuatro en tal selección-, antes del éxito inesperado de A este lado del paraíso, fueron invariablemente ilustrados con vaporosas figuras femeninas de inquietante belleza y hombres vestidos con smoking, aunque muchos de los textos no aludían a tal categoría de personajes.
Pese a los esfuerzos de sus biógrafos y exégetas -Mizener, Turnbull, Milford, Lehan, Meyers-, por conseguir una semblanza genuina, la mayoría sigue considerando a Scott Fitzgerald el representante de los locos años veinte estadounidenses o recuerdan la imagen que plasmara Ernest Hemingway en la versión original de una de sus narraciones más conocidas, Las nieves del Kilimanjaro, en la que el protagonista "Recordaba al pobre Scott Fitzgerald, y el respeto romántico que éste sentía por ellos (los ricos) y cómo una vez había comenzado un relato diciendo: ‘Los muy ricos son diferentes a usted y a mí.’ y alguien le había replicado: ‘En efecto, tienen más dinero’, lo que no había hecho a Scott ninguna gracia". Testimonio apócrifo que usa una frase de uno de sus mejores cuentos -Rich Boy (1926)-, para Lionel Trilling "por esa sola observación que en un sentido condensa toda su obra, Scott Fitzgerald debe haber sido recibido por Balzac en el paraíso de los grandes novelistas", caracterizados por su exquisita percepción de las diferencias sociales.


En apariencia menos popular que sus contemporáneos, sin la influencia que, por ejemplo, tuvo William Faulkner en la literatura hispanoamericana, pocos han sido tan lúcidos respecto a él como el poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo: "Mucho tiempo después,/ cuando el cáncer de la desesperación,/ cuando la gradual trama de la destrucción nos fue marcando,/ nos echábamos la mentira de la música:/ yo ya no tenía ningún lenguaje común con ninguno de ellos,/ éramos islas flotantes separadas por un agrio perfume/ que nos dañaba a cada uno en distinta forma;/ habíamos crecido juntos imaginando un futuro/ que cada día fuimos aplazando más y más/ hasta relegarlo a un olvido amargo que nos confirió cierta rabia con la vida... " comienza su poema Donde Scott Fitzgerald habla de la importancia de la música, la más entrañable de las biografías imaginarias que componen su Colección de máscaras. De otra parte Barbara Probst Solomon afirmó en su artículo Scott Fitzgerald: el Centenario de un Adivino (Babelia 256, El País, Madrid, septiembre 21 de 1996): "De toda la «generación perdida» -expresión que acuñó Gertrude Stein- sólo sus novelas y las de Ernest Hemigway han conservado su lustre; la mayoría de sus contemporáneos literarios son ahora polvorientas notas a pie de página en la historia cultural".
Admirador de su padre, aristocrático y fracasado, ambivalente con respecto a su madre, católica y heredera de una fortuna de origen comercial, sus años mozos fueron marcados por el contacto con algunas de las hijas de los magnates financieros de la costa Este, que reforzó su inseguridad social, manifiesta en la descripción del hogar de infancia: "599 Summit ave: una casa de término medio en una calle por encima del promedio". Su paso por la Universidad de Princeton, frustrante en muchos sentidos aunque siempre se sintió ligado a ella; lo convirtió en "el estudiante perpetuo: un tipo encantador, dotado de talento y bastante irresponsable", admitía después. El servicio militar le permitió conocer a la chica más alocada de Montgomery (Alabama), Zelda Sayre, quien aceptó su propuesta matrimonial después que A este lado del paraíso (1921), espejo de la generación de postguerra rechazado por las autoridades de Princeton, cuya vida recreaba, se convirtió en un enorme suceso editorial.

Lector de Byron, Shelley y otros poetas románticos, esta primera novela -apreciada por unos, pieza arqueológica para otros, cuyo título procede de un verso de Rupert Brooke-,  describe a los jóvenes de la era del jazz -Tales of the Jazz Age (1922) tituló una de sus colecciones de cuentos- enfrascados en una fiesta tan grande que sólo puede culminar con una gran resaca. "Cuando se acabe tu juventud, con ella desaparecerá la belleza, y entonces repentinamente descubrirás que ya no te quedan triunfos por conquistar, o que tendrás que contentarte con aquellos triunfos de tu pasado que el recuerdo hará más amargos que las derrotas", dice Lord Henry a Dorian Gray en la novela de Oscar Wilde, y Fitzgerald suscribiría estas palabras con tanta facilidad como las de Wordsworth: "Una bendición fue estar aquel amanecer vivo, pero ser joven era el mismo cielo”. Las ideas románticas permean su obra y se hacen patentes en los cuentos reunidos en Flappers and Philosophers (1921), llenos de jóvenes despreocupados, libres de convencionalismos, y en el título de su segunda novela, Hermosos y malditos (1922), itinerario hacia la perdición de una pareja en algunos aspectos similar a Scott y Zelda: Anthony Patch, un herededo sin verdadero oficio pero con vagas aspiraciones literarias y su esposa Gloria Sullivan, quien "no albergaba dudas de que todo lo que salía de sus labios era siempre bien recibido".

Las grandes sumas de dinero que hicieron de Fitzgerald uno de los escritores mejor pagados del mundo fueron dilapidadas a través de la década a un ritmo que lo convertía en una rico-pobre que debía más de lo que ganaba. Cargando en sus bolsillos rollos de dólares para dejar como propina por cuentas irrisorias, símbolo junto a Zelda de una generación desenfrenada, aún a costa de sí mismos, arrancó a la juerga el tiempo y la concentración suficientes para escribir la que algunos consideran la mejor novela corta de la literatura estadounidense, El gran Gatsby (1925), en la que utiliza un personaje narrador, Nick Carraway, amigo del protagonista y primo del objeto de su idealización romántica, Daisy Buchanan, en cuya voz siempre latía "una promesa de que sólo hacia un rato que había hecho excitantes y divertidas cosas, y de que se anunciaban excitantes y divertidas cosas para la próxima hora". Esta estrategia narrativa, aprendida en Joseph Conrad, le permite contrastar la exaltación amorosa un tanto ridícula de Gatsby, su ostentación de nuevo rico, con la vacuidad de los siempre poderosos, representados por Tom Buchanan y la propia Daisy, y la gris existencia de los pobres: "Lo que pesa en esta novela es la pérdida de esas ilusiones que dan al mundo un color tal que, en tanto que las cosas participen de su mágica gloria, nada nos importa si son verdaderas o falsas", escribió en una carta. Incomprendida por los lectores a pesar de los favores de la crítica, el equilibrio que logró enfrentado al reto de expresar el alma estadounidense es buen índice de que su opinión con respecto a los muy ricos era menos inocente de lo que parece indicar la falsa anécdota narrada por Hemingway en París era una fiesta, la obra mitad ficción, mitad memorias en la que muestra su antipatía hacia Zelda y cuanto admiraba El gran Gatsby, novela con la que "la literatura norteamericana estaba dando su primer paso hacia adelante desde Henry James", afirmó T.S. Eliot.


Viajes, dinero y deudas, fiestas y clínicas, la vida de Fitzgerald se convierte a finales de la década de los veinte en algo parecido al purgatorio. Zelda va a tientas entre el ballet, la literatura y la pintura, buscando expresarse en forma artística sin conseguirlo y a principios de los treinta comienza su periplo de una institución psiquiátrica a otra, con un costo emocional y monetario cada vez mayor. La adicción al alcohol lo distancia de gran parte de sus amigos, acostumbrados al hombre cortés, encantador, que se preocupa por complacer a todos cuando está sobrio. La situación es tan grave que con cierto cinismo se presenta como "F. Scott Fitzgerald: el conocidísimo alcohólico", y hasta las mujeres, siempre seducidas por sus modales y sus cálidos ojos azules, prefieren evitarlo. Incapaz de dar fin a la novela que prepara desde hace años, continua escribiendo cuentos, la mayoría mediocres, algunos dignos de su talento y merecedores de aparecer en cualquier antología: May Day (1920), The Diamond as Big as the Ritz (1921), Babylon Revisited (1930) e incluso Absolution (1924), en un principio vinculado a El gran Gatsby. Los cheques de las revistas, cada vez menos inflados, solventaron los gastos familiares y las miles de botellas de cerveza y ginebra que consumió.


 En 1934 publica Suave es la noche, la más larga de sus novelas, cuyo título procede de Oda a un ruiseñor de John Keats. La historia de Dick Diver, un exitoso psiquiatra que gasta su vida al cuidado de una de sus clientas, Nicole, con la que se casa, tiene evidente relación con su propio vida, pero más allá es una obra literaria muy apreciable, que no fue bien recibida ni por el público ni por la crítica. Como Diver, que después de años de matrimonio se ve solo y envejecido, Fitzgerald, tras ser ídolo para toda una generación, una leyenda antes de los veinticinco años, se había convertido en un hecho del pasado.


A principios de 1936 publica en ediciones sucesivas de Esquire los artículos que se conocen como El Crack-Up, mezcla de confesión y lamento que conmovió a los lectores aunque muchos de sus amigos los consideraron demasiado autocompasivos y, en buena medida, falsos. En ellos expresaba el propósito de salir de la crisis y la industria cinematográfica le dio la oportunidad, pagándole un salario que le permitía vivir bien y cumplir con sus compromisos. También conoce a Sheilah Graham, una de las chismosas radiales de Hollywood, capaz de hacer o destruir una carrera en los micrófonos. Fue la única mujer de origen humilde con la que Fitzgerald sostuvo una relación y la mayor alegría de sus últimos años, aunque nunca se divorció de Zelda, quien le sobrevivió. Meses antes de que una segunda crisis cardíaca lo matara el 21 de diciembre de 1940, abandonó el alcohol en forma definitiva reemplazándolo con la Coca-Cola y pagó todas las deudas pese a que la Metro-Goldwin-Mayer no renovó su contrato después de 1938.
Si la contribución de Fitzgerald como guionista es moderada -coescribió Three Comrades (Frank Borzage, 1938) y poco más que llegara a la pantalla-, la forma en que plasmó al Hollywood de los años treinta es su verdadero aporte a la industria que lo acogió en momentos difíciles. Por sobre las Historias de Pat Hobby, entretenidas aventuras de un guionista venido a menos recopiladas en 1962, la inconclusa El último magnate, editada en 1941 por su amigo y crítico Edmund Wilson y centrada en la vida de Monroe Stahr, un poderoso directivo de los estudios cinematográficos inspirado en Irving G. Thalberg, es el testimonio más interesante. Al fragmento disponible, de por sí valioso, lo acompaña el plan general de la novela, algunas variaciones a los capítulos, consejos literarios -"Personaje es acción" sentencia hacia el final-, y notas para las correcciones que indican que había llegado a la madurez, superando muchas ideas y limitaciones de juventud. Su publicación -y las versiones fílmicas de sus cuentos y novelas- permitió a los lectores recuperar a uno de los escritores fundamentales del siglo XX -pese a que el editor debía corregir sus errores de ortografía-, aquel que bautizó una Era y despidió al más célebre de sus personajes con las siguientes palabras: "Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado".