martes, 28 de diciembre de 2010

VINDICACIÓN DE UNA OBRA BAJO SOSPECHA


Hace ya muchos años, cuando la calle 19 en Bogotá era el paraíso del libro usado, un amigo me obsequió un ejemplar ajado al que atribuían virtudes sin par una serie de intelectuales muy significativos: Pablo Neruda, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Claude Fell, Gabriel García Márquez, entre otros. Asombraba tal unanimidad frente a la primera novela del desconocido Alfredo Bryce Echenique.

Así comenzó mi relación con este escritor peruano que, con el paso del tiempo, se convirtió en uno de los más importantes narradores hispanoamericanos de finales del siglo XX. El volumen Huerto cerrado (1968) había demostrado sus habilidades como cuentista, pero Un mundo para Julius (1970) lo consolidó como uno de los máximos representantes de un fenómeno literario conocido como el Postboom. Admirador de Don Quijote de la Mancha, Gargantúa y Pantagruel y Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, la digresión, las repeticiones, el juego, las citas de textos cultos y populares, generan para sus textos una estructura en la que el humor y el ritmo son ingredientes principales. Y el lenguaje oral: "Me ha obsesionado siempre la oralidad como una cosa absolutamente peruana –dijo en una conferencia–. Yo creo, sigo creyendo, que los peruanos son maravillosos narradores orales y que son seres que reemplazan la realidad, realmente la reemplazan, por una nueva realidad verbal que transcurre después de los hechos".

Para mi gusto, su tercera y cuarta novelas La vida exagerada de Martín Romaña (1981), las alegrías y desventuras de un peruano que viaja a París para convertirse en escritor, y su continuación, El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), conocidas como el díptico Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire, constituyen su proyecto más logrado, y aunque desde hace algunos años el estigma del plagio pesa sobre Alfredo Bryce Echenique, creo que hay que celebrar la aparición, hace cuarenta años, del precoz y desamparado Julius, hijo de una de las familias más acaudaladas de Lima.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

LA BELÉN DE NUESTRA DEVOCIÓN

Los momentos más felices de mi infancia están ligados a los cantos y rezos frente al pesebre, la anticipación de los regalos y las dudas inherentes a la conmemoración religiosa, que se agravaban por la dificultad de los textos que repetíamos cada noche, adulterados por los mayores según las conveniencias de la rima, y en los que la segunda persona del plural se acompañaba de palabras como prosternado y el sonrojante “putativo”. A esto se sumaban los múltiples nombres de Dios: además de los tres de la Santísima Trinidad estaban Adonai –con y sin tilde en la i– y el aún más misterioso Emmanuel.


Lo que no causaba confusión durante la novena era el fervor que devoraba buñuelos y natilla, postres y dulces de todos los orígenes, para rematar con las partes de un cerdo preparadas de las formas menos dietéticas posibles. Mientras los adultos ventilaban calidades culinarias bajo coloridos pasacalles plásticos, yo revisaba debajo de las camas y en cada rincón de los armarios, hasta dar con los regalos del niño Dios. La primera vez que no los encontré, mis padres los habían escondido en casa de los vecinos que tenían el pesebre más envidiado de la cuadra, dotado con tren, aeropuerto, pista de carros y otras posibilidades electromecánicas.

Hoy todavía recuerdo la mayor parte del texto de la novena pero no la rezo, y es la curiosidad la que me lleva a visitar los barrios que adornan sus calles como si en verdad esperaran a los reyes magos. En aquellos con mayor poder adquisitivo aparecen diversos tipos de faroles –la humilde vela dentro–, pinos, bastones y renos, papás Noel, palmeras luminosas y un largo etcétera Made in China, cuya incandescente atractivo congestiona las vías durante el tradicional alumbrado, sin fundir la nieve de icopor.

Si bien las campañas que el comercio inicia casi desde agosto, contradicen la disposición de los corazones con “humildad profunda y con total desprecio de todo lo terreno”, creo que por lo menos en la región cafetera la natilla y el buñuelo, no sé si la fe, siguen reinando durante la temporada navideña, sobre todo entre aquellos que permanecen en el hogar, lejos de los centros vacacionales.

Lo cierto es que después de que a los cielos los rompen la ilusión y el estruendo de los fuegos artificiales, me gusta mirar un pueblo lejano en las montañas e imaginarlo la Belén de nuestra devoción, la presente y la perdida.