miércoles, 10 de diciembre de 2014

UNA TRAMA EN LOS BORDES DEL CAMINO


Para el primer número de buensalvaje-Colombia, Rigoberto Gil, profesor de la Universidad Tecnológica de Pereira y reciente ganador del Premio Nacional de Novela de la Universidad de Antioquia, escribió este texto sobre Destinos Intermedios.

Destinos intermedios: una trama en los bordes del camino

Uno de los géneros literarios norteamericanos del siglo XX vinculado con el cine, deriva de aquellas historias cuyos escenarios suelen ser las orillas de las carreteras, con sus lugares de paso: estaciones de gasolina, moteles, estaderos y los grocery store. Me refiero a la literatura On the road: una expresión literaria que privilegia tramas en las márgenes de las carreteras, a partir de las cuales se pone en evidencia el flujo de una microsociedad, clandestina o en camino de serlo, que actúa de espaldas a las reglas generales de un sistema político y social establecido.

Fue quizá Jack Kerouac el que le dio nombre al género, cuando en 1957 publicó su novela On the road. Aunque ya había un gran antecedente: la novela Lolita, publicada por Nabokov en 1955. Esa historia de un hombre mayor y culto, Humbert Humbert, enamorado de una joven, Dolores, que recorre una parte de los Estados Unidos, de motel en motel, viviendo una pasión desbordada que lo arrojará al abismo. En el caso de Kerouac, éste narraba en su obra un largo viaje que su alter ego Sal Paradise, emprendía con sus amigos saliendo de Nueva York y recorriendo parte de las ciudades estadounidenses durante tres años, hasta bajar al Distrito Federal de México. Una ruta que en algún momento recuerda la escogida por Perry Smith y Dick Hickock, los asesinos de la familia Clutter, en la novela de Truman Capote A sangre fría (1966).

De esta bomba de escape, el cine ha sabido sacar provecho al dramatizar los delirios criminales de parejas famosas paranoicas, que convierten el viaje por las márgenes en una experiencia infernal. Recordemos sólo a Clyde Barrow y Bonnie Parker en Bonnie y Clyde (1967); Vincent Vega y Mia Wallace en Pulp Fiction (1994). O el delirio criminal de un asesino solitario como Anton Chigurh en No Country for Old Men (2007) de los hermanos Coen.

La herencia de la literatura On the road y de su estrecho vínculo con el cine de acción, tipo trhiller, se presiente en Destinos intermedios, la última novela de Octavio Escobar Giraldo. Cinéfilo con ojo crítico, proclive a la construcción de historias breves, Escobar privilegia el empleo de diálogos y cuadros próximos, en condensación y liviandad, al guión cinematográfico. Publicada originalmente en Editorial Periférica de España y reeditada ahora por Intermedio Editores en Colombia, Destinos intermedios ubica, en mayor medida, su compleja trama en el norte del Tolima, en la frontera con el departamento de Caldas, una región ganadera, de temperaturas altas, donde poblaciones como Honda, Lérida, La Dorada y Aguasblancas –el espacio propio de la ficción enmarcada por el autor con referentes geográficos reconocibles–, reciben la influencia de una topografía que traza, a la manera de una serpiente gigantesca, el recorrido desganado del río Magdalena: esas aguas que hacen flotar lo peor de nuestra locura colectiva.

Aguasblancas aparece por primera vez en Saide, la novela de corte policíaco que Escobar Giraldo publicó en 1995, al recibir el Premio Nacional de Crónica Negra. Uno de los personajes clave de esta novela, el veterano médico general Díaz-Plaza, se refiere a Aguasblancas como un falso puerto sobre el río Magdalena, próximo al municipio de Honda. Allí la ciudad, según lo observa , “está construida de espaldas al río, empujando la ribera para levantar más casas, más pobreza”. En este lugar intermedio, propicio para albergar narcotraficantes, “fugitivos y buscadores” y “cazadores de dinero”, vivió Saide Malkum, hija de un inmigrante libanés y una colombiana.

Es 1992 en Destinos intermedios. Allí aparece de nuevo Saide, muy joven, con su carácter rebelde. Aguasblancas pertenece al Magdalena Medio, una zona en la mira de la policía y el ejército. En este territorio se encuentra la Hacienda Nápoles, el mayor símbolo del narcotráfico y de una clase emergente con gustos excéntricos. Sólo falta un año para que el cuerpo obeso de Pablo Escobar caiga sobre el tejado en una casa de Medellín. Se respira un aire de guerra en las ciudades. Hay matones a sueldo, con ganas de tachar nombres de sus listas. Hay políticos liados con el narcotráfico. Hay una juventud inerme, que no está exenta de vivir, como en una película de Chuk Norris, las vendettas entre bandas criminales.

Destinos intermedios es la historia trágica de dos chicas de Ibagué, Paula Cristina y Érica, envueltas en una guerra entre dos fuerzas de choque. También es la historia de un asesino a sueldo, El Suave y de Roberto, su hijo enfermo de nefritis; de Jimena Sombras, una cantante popular en declive, alcoholizada, aunque temeraria, amante de un poderoso hombre que inspira temor en la región; de unos médicos, Guillermo Vargas y el doctor Palma, con principios éticos laxos, atrapados en un sistema corrupto que acude a las salas de urgencia a curar o a rematar. Es el registro de la hazaña de Salvador Espejo, un humorista que busca romper su propia marca, al completar una maratón de 50 horas contando chistes por radio, para que su proeza sea registrada en el Guinness Records. También es la historia de su hermano Ángel Espejo, un sanguinario lugarteniente al servicio del narcotráfico. Es, asimismo, la ambigua circunstancia de John Jairo, un matón que ocupa su tiempo en el juego apasionado con una prostituta y el amor resbaladizo, casi violento, con Saide, “la turquita”, una suerte de hermana media de Rosario Tijeras, con las manos más limpias.

Destinos intermedios es, además, la historia de dos espectros, que parecieran mover los hilos invisibles del crimen y la corrupción en una zona intermedia del país: el narcotraficante Jólmer Rivera, testaferro de Pablo Escobar, según se informa en Saide y Román Franco, dueño de un “imperio político”, convertido en un dudoso senador de la república. Las circunstancias de los personajes enunciados están unidas por el azar; pero también por lo que un poder criminal decide en las orillas de las carreteras, mientras los colombianos anónimos encienden la radio para asombrarse de que Salvador Espejo, a pesar de su fatigada voz, insista en contar ese tipo de chiste, contundente en su brevedad, que tanto gusta al colombiano medio.

¿Cómo hacer que tantas historias confluyan en un mismo plano narrativo? La apuesta es difícil y Escobar la sortea bien, empleando para ello un contrapunto que permite no perder de vista el curso gradual de unos destinos cuya convergencia en un escenario crítico, en la línea de Crash o Amores perros, se ofrece al albur, a la casualidad fatídica.

Destinos intermedios delinea la metáfora de los bordes y logra convertir en plot, lo que resulta azaroso en la cotidianidad de un país a expensas de la criminalidad. El trhiller on the road define la línea de la carretera que desemboca en Mariquita; define, asimismo, quién puede seguir imponiendo autoridad ilegal en la región. Los destinos intermedios están en el centro de la fatalidad. El poder oscuro de los políticos regionales, la corrupción que nace al interior de las instituciones del Estado, la lista en la que se tachan nombres, agregan al drama de esta novela, una pizca de misterio a un cuadro de costumbres anómalo, inseguro. 


jueves, 20 de noviembre de 2014

Aproximación a EN ESTA BORRASCA FORMIDABLE



Es lugar común que la novela histórica contemporánea contradice la verdad establecida para proponer las verdades, en plural, y en contradicción con las conveniencias del poder. El escritor argentino Tomás Eloy Martínez lo afirmaba ya en 1986: “La nueva novela latinoamericana propone la esencial ambigüedad de todo acontecimiento real, la posibilidad de que la historia se desmienta infatigablemente a sí misma. Es, como ya he dicho, un duelo de versiones narrativas, una apuesta decisiva sobre quién prevalecerá (como verdad histórica) en la memoria del lector”[i]. Tampoco es novedad afirmar que son ciudadanos comunes y corrientes los que protagonizan dichas revisiones. La estudiosa vasca Biruté Ciplijauskaité explica precisamente que la novela histórica resurgió en los años cincuenta protagonizada por miembros de minorías y seres marginales, abrevando en el inconsciente colectivo y creando, desde la imaginación, mundos abiertos en los que prefiere desarrollar psicologías individuales, paso final en una posible evolución del subgénero. La cito: "Los autores románticos aún creen en y crean héroes; Balzac propone estudiar los grandes movimientos de masas y sus causas socio-económicas; Unamuno insiste en los hechos de la vida cotidiana; los autores actuales se orientan hacia movimientos interiores en la conciencia individual"[ii]. En su recuento menciona como protagonistas de tal renovación a Marguerite Yourcenar y sus Memorias de Adriano de 1951, escrita en primera persona para reforzar el carácter íntimo del relato (La nueva novela histórica europea recurre con frecuencia a la primera persona, particularmente cuando la practican las mujeres), y a Bertold Brecht, quien usa la perspectiva múltiple en su novela póstuma Los asuntos del señor Julio César de 1958, sobre otro emperador romano, mucho más célebre, por demás, en la que incluso voces y costumbres contemporáneas relativizan y desmienten la versión oficial.

En En esta borrasca formidable ese personaje común es absolutamente extraordinario. Apenas mayor de veinte años, virgen, hijo de padre desconocido y la cocinera de un convento de Santa Rosa de Osos, jorobado, con la cadera estropeada, de perfecta dentadura en su feo rostro de zambo, este antioqueño que apenas si conoce los alrededores de su pueblo, consigue a fuerza de constancia y talento dominar varios idiomas y leer y asimilar los conocimientos que almacenan las dos bibliotecas que tiene a su alcance, la de los estantes clericales y la de un libre pensador. Capaz de convertir tal esfuerzo autodidacta en un conjunto orgánico que elimina las contradicciones y sintetiza supuestos principios universales, sus mentores, un sacerdote eudista y un liberal anarquista, lo forman para ser parte de una fantasiosa conspiración que busca transformar la Colombia de 1920. Isidoro Amorocho, un ser lleno de la inocencia de los justos es, en mi opinión, un personaje inolvidable, primo nada lejano de dos entrañables figuras literarias: Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume (1985) del alemán Patrick Süskind, ampliamente conocida incluso por su versión cinematográfica, y Juanillo Ponce, el narrador de Maluco del uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León, la estupenda ganadora del Premio Casa de las Américas de 1989 y en su momento un verdadero hito de la novela histórica hispanoamericana por recrear la inusitada travesía de Fernando de Magallanes desde la óptica del bufón de la flota. ¿Es lícito reconstruir la primera circunvolución del mundo a través de los ojos y el criterio, a todas luces quijotesco, de un payaso? ¿Es lógico reinventar la Francia del siglo XVIII mediante el olfato de fábula de un homicida? ¿Es pertinente pasearse por la Colombia de 1920 a través de los pasos difíciles, deformes de un sabio sin prosapia que se atreve a retar las ignorancias, los prejuicios racistas y clasistas y las imposturas de Germán Arciniegas y Luis López de Mesa? Y una pregunta más: ¿puede ser este personaje la clave para desentrañar las circunstancias que propiciaron el asesinato del general Uribe Uribe?
Hubiera exigido menos habilidades literarias a Philip Potdevin escribir una fantasía que relatara la hipotética presidencia de Uribe Uribe y la transformación que sus ideas radicales obrarían en el país. También le habría sido más fácil desoír los indicios y silenciar los culpables, deteniéndose en el cuadro de costumbres, que realiza con solvencia, o en la hermosa restitución del espíritu de los trece Panidas, a través del verso insurrecto de León de Greiff, que generosamente nos ofrece. Pero Potdevin ha optado por jugársela por una verdad novelesca, tal válida como la histórica y con la contundencia argumental de un hacha. De dos hachas.

Corresponde a nosotros, los lectores, seguir con pasión y rigor las líneas que ha trazado y enfrentar uno más de esos sucesos violentos que cambiaron la historia de nuestro país. El texto de Tomás Eloy Martínez que ya cité, afirma en su primer párrafo que el imperio español prohibió la imaginación en sus dominios y que, por tanto “sólo las verdades absolutas podían ser escritas y leídas (…) y las reflexiones y alabanzas que se ajustaban a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. La verdad, como el poder, eran emanaciones de Dios: una y otro se confirmaban mutuamente”, sentencia el escritor argentino.

La Santa Madre Iglesia y el poder. La Santa Madre Iglesia y el poder. La historia está llena de parejas insufribles.

[i]
Martínez, Tomás Eloy. La batalla de las memorias narrativas. Boletín Cultural y Bibliográfico. Banco de la República, vol. XXIII, num. 8, Bogotá, 1986.
[ii]
Ciplijauskaité, Biruté. La novela femenina contemporánea, Anthropos, 1988, página 160.

miércoles, 1 de octubre de 2014

¿HA ESCRITO POESÍA?

Algunos dicen que sí. Una muestra:

Desde que a Rimbaud lo dejó
el bus en Abisinia,
los poetas no tienen apellidos ilustres;
Pérez, Giraldo, Ríos, Sánchez,
como la alineación de un equipo de fútbol.
Pero no lucen apodos
          -el tren, la flecha, el tigre-,
ni una hinchada que los siga:
          Ariadna se quedó en Miami.
Estoy seguro
de que don Ricardo Silva no permitirá que su hijo
José Asunción,
salga a jugar con nosotros.

lunes, 22 de septiembre de 2014

LA FELICIDAD ADENTRO



En el número 15 de Santo & seña. la revista que cada cierto tiempo nos llega del Quindío, publiqué la siguiente reseña sobre el libro YO NO MATE AL PERRITO Y OTROS CUENTOS DE ENEMIGOS, del escritor antioqueño David Betancourt, también autor del volumen BUENOS MUCHACHOS (Universidad de Antioquia, 2011) y del recientemente aparecido UNA CODORNIZ PARA LA QUINCEAÑERA Y OTROS ABSURDOS (2014)


LA FELICIDAD ADENTRO

Es tan raro que un libro de cuentos se reedite, sobre todo en Colombia, que  tal excepción invita de inmediato a la lectura, más si mereció un concurso internacional de escritura creativa, su autor es joven y la reedición fue pronta. Y Yo no maté al perrito y otros cuentos de enemigos no decepciona.  David Betancourt le apuesta a la oralidad, por lo que es probable que algunos críticos digan que es discípulo de la Escuela de Andrés Caicedo, como si el malogrado escritor caleño fuera la única fuente aceptable de esta posibilidad y no existieran Juan Rulfo, Cabrera Infante y Bryce Echenique, como si Umberto Valverde, coterráneo y coetáneo de Caicedo, para movernos poco, no hubiese influido a nadie con su Bombá Camará (México, 1972).
Es posible que David Betancourt sea admirador de nuestro suicida más hábilmente promovido, pero su forma de enfocar los temas es distinta. Aunque también le interesan la juventud y sus costumbres,  y lo que pasa en las calles de la ciudad y cómo hablan sus habitantes, su apego al realismo se orienta más hacia el humor que hacia obsesiones personales focalizadas en la música, las drogas y el cine.  Así sus voces monologantes, las más y las más certeras, incluso cuando las matizan pequeños diálogos, se centran en realidades pequeñas, barriales, en dramas de cuadra, de colegio, de familia, que en varios de los cuentos nos inmiscuyen en la violencia cotidiana de Medellín, al punto que dos de ellos, Último partido y Única oportunidad, muestran el antes y el después de un crimen absurdo, momentos marcados por la adicción al fútbol. La cuidadosa construcción de personajes a través de ritmos narrativos, muletillas, voseo, referencias a la cultura popular, permite a Betancourt enriquecer sus párrafos con observaciones muy agudas sobre nuestra sociedad y sobre la condición humana, que de ninguna manera desentonan. Quizá haya lectores que sientan que las diferentes voces suenan bastante similares y es lógico porque sus dueños son cercanos en edad, origen y experiencias. De otro lado, es una opción perfectamente válida conservar un tono narrativo invariable (Así lo hace Enrique Serrano en su alabado libro La marca de España, de 1997, aunque sus personajes pertenecen a siglos y civilizaciones diversas).
Betancourt también se permite en Detrás de mí un breve esperpento sobre el establecimiento cultural en el que una celebridad literaria de primer orden aburre a un auditorio variopinto que poco a poco deserta. Al final solo el narrador soporta su larguísima conferencia: “El maestro Nichsel me ve y, al no encontrar a nadie, se estriega los ojos con los dedos, con la esperanza de que la gente aparezca. Se le sube la tristeza a la cara, no lo puede creer, tiene ganas de llorar, y con un gesto me pide que lo espere, que no me vaya, me dice que no le huya a la literatura colombiana, que solo le faltan veinte páginas”.
En Yo no maté al perrito y otros cuentos de enemigos caben también otras posibilidades técnicas, y es así como en Abrázame fuerte una narración que alterna la segunda y la tercera persona, nos cuenta la noche de fiesta de una pareja, cada uno con sus propios amigos, con sus propios deseos, con su propia infidelidad, en un juego de espejos que a veces parece producto de los celos, pero que en las últimas cinco palabras, aisladas y escuetas, desprovistas de cualquier énfasis, se revela cierto. Este final, uno de los mejores, contrasta con otros, por fortuna pocos, en los que Betancourt se empeña en sorprender o en conseguir el efecto humorístico.
“En la mañana tenía la felicidad adentro”, escribe Betancourt. Esperemos que su día siga siendo bueno.

jueves, 11 de septiembre de 2014

LAS FRONTERAS

La Fiesta del libro y la cultura 2014 de la ciudad de Medellín tiene como tema central las fronteras. Para una de sus publicaciones, escribí el siguiente texto:

COMPLICIDAD DE LAS FRONTERAS

La palabra frontera evoca hoy en mí la hermosa voz de mi padre, que se gastó contando esas largas historias que construyeron la Colombia del siglo XX. “En el buen sentido de la palabra, bueno”, como calificó Antonio Machado su condición de hombre, trabajó desde la adolescencia, siempre más amigo de la previsión que de la aventura. Cuando su salud se quebró, junto a mi hermana, excelente médica, yo, médico en retirada, luché semana tras semana contra una frontera impuesta a todos los colombianos. Empeñados en vencer un ordenamiento en el que lo más importante es que la ganancia del intermediario se sostenga o crezca, transitamos oficinas, consultorios, hospitales, laboratorios, intentando que una serie de pequeñas decisiones se tomaran a tiempo y de la mejor manera posible. Y tuvimos éxito la mayoría de las veces. Para conseguirlo rogamos, mentimos, adulamos, pedimos favores, abusamos de amigos y conocidos, pagamos cuando teníamos y cuando no teníamos que hacerlo, corrimos, guardamos la rabia tras una sonrisa idiota, insultamos y, una que otra vez, lloramos de impotencia. Descubrimos muchos buenos profesionales de la salud, también algunos que son tan conscientes de que el sistema es corrupto, que obran desde esa corrupción. Desnaturalizada la función del médico, mal pago y trabajando más horas de las que tiene el día para sumar un salario decente, nos dieron recomendaciones y medicamentos para el paciente que no era mi padre, nos hicieron avergonzar de ser médicos y renegar del orgullo ancestral y del canibalismo que nos impiden defender nuestra profesión y la salud de todos.
Esa frontera que traicioneramente llaman “sistema de salud” es muy difícil de vencer y cada derrota que sufríamos acercaba a mi padre a la otra frontera, la definitiva, a esa que la enfermedad y los procesos naturales estaban señalando. Hace dos años fracasamos, una frontera nos arrinconó contra la otra. Hoy sigo creyendo que es injusto y brutal que en Colombia haya que luchar tanto para que alguien, todos, sigamos vivos. Te sacrificas para asegurar un servicio esencial y un trato digno, y terminas recibiendo de poderes que no te reconocen, porque solo reconocen las ganancias, un acto de caritativa soberbia.
En publicaciones de este tipo los escritores solemos ser cultos, ingeniosos, incluso ligeramente frívolos. Sé que sería más elegante hablar de visas y escuelas literarias, me gustaría hacerlo. Pero no, hoy no. Extraño mucho la inteligente sonrisa de mi padre.

jueves, 26 de junio de 2014

Sobre DESTINOS INTERMEDIOS


Destinos nublados

Por Ángel Castaño Guzmán
Papel Salmón, La Patria, 22 de junio de 2014


La narrativa de Octavio Escobar Giraldo (Manizales, 1962) es harto conocida en los programas de literatura de las universidades colombianas. La naturaleza experimental y fragmentaria de El último diario de Tony Flowers (1995) –cuyo protagonista se llama igual al poeta colombo-español Antonio María Flórez, compañero de Escobar Giraldo en la medicina y el baloncesto– y de El álbum de Mónica Pont (2003), llamó la atención de académicos de la talla de Luz Mary Giraldo, Orlando Mejía y Jaime Alejandro Rodríguez. Posmodernidad e influencia mediática son los conceptos repetidos una y otra vez en los estudios sobre la propuesta estética del antiguo cine-clubista. Hasta ahí, nada fuera de lo común. Sin embargo, Escobar Giraldo, en sus dos últimos libros publicados en Colombia, tuvo el acierto no menor de dejar atrás las arandelas conceptuales y volver al tono escritural, acorde con el talante de un ficcionista a centímetros de alcanzar la plena madurez, de Saide (1995), noveleta policiaca que a pesar de haber sido premiada pasó casi sin dejar rastro.

Considero afortunado el cambio de registro por una sencilla razón: Cielo parcialmente nublado (2013) y Destinos intermedios (reeditada en 2014 por Intermedio) dan un paso adelante en el aprovechamiento del universo cinematográfico. El hábil entramado de los diálogos y el montaje –palabra cara para los cineastas– potencian el discurso narrativo. No hay asuntos afines con las anteriores novelas del manizalita. No abordan las obsesiones de escritores excéntricos. Enfrentan con destreza la violencia endémica del país. La primera de una manera que recuerda al Coronel no tiene quien le escriba: no hay un solo tiro en el volumen y sin embargo la bestia condiciona hasta al más pequeño acto. En la segunda sí suenan los balazos. No obstante, son los hechos, no los adjetivos, los encargados de señalar el concubinato de la política con el narcotráfico. Los comentarios de la prensa española a la primera edición de Destinos intermedios resaltan dichas virtudes.

Ni la Violencia bipartidista ni el narcotráfico ni, mucho menos, el binomio insurgencia y paramilitarismo han sido retratados con eficacia histórica y literaria. Han provocado, eso sí, un tsunami bibliográfico de mediana y baja calidad. El oleaje arrastra de todo, desde la exitosa historia en clave de balada de una asesina a sueldo hasta las confesiones de tálamo de las amantes de Pablo Escobar y Carlos Castaño. Quizá el problema radique en la escogencia de los personajes. A lo mejor sea necesario prescindir de capos y maleantes concretos, permitir a la irracionalidad propiciada por el dinero fácil hacer de las suyas en las páginas, tal como lo hace en la Colombia profunda. No lo sé. Al menos esa es la apuesta de Octavio Escobar Giraldo. En las 152 cuartillas de Destinos intermedios la barbarie altera la vida de quienes encuentra en el camino. Algunos la sufren en carne propia: el sino de Paula Cristina y Érica cambia en un parpadeo mientras calman el hambre en un restaurante a borde de carretera. Otros se benefician de ella, trocándose en cómplices inocentes: una intervención quirúrgica, pagada por Ángel Espejo, un traqueto de pistola rápida, salva la vida de la esposa de su hermano, el cuentachistes Salvador Espejo. El narco grande y el cacique político siempre quedan tras bambalinas, mueven los hilos de la vida y la muerte lejos de los reflectores. Se materializan en el fajo de billetes o en la descarga de metralla. Cualquier parecido con la realidad no es coincidencia, y por ello la novela de Octavio Escobar Giraldo merece ser leída.

lunes, 12 de mayo de 2014

SON CINCO MINUTOS

He publicado en Virajes, revista de de Antropología y Sociología de la Universidad de Caldas, un artículo sobre las canciones que algunos denominan social-protesta. En este vínculo pueden leerlo (http://virajes.ucaldas.edu.co/downloads/Virajes15(1)_2.pdf) sin los videos que aquí les propongo.



SON CINCO MINUTOS


En una filmación en blanco y negro que cualquiera puede hallar en youtube, el cantautor chileno Víctor Jara (1932-1973), notoria víctima de la dictadura militar de Augusto Pinochet, se refiere a la canción de la que procede el título de este artículo: “Es una canción que habla del amor de dos obreros, dos obreros de ahora, de esos que usted mismo ve por las calles, y a veces no se da cuenta de lo que existe dentro del alma de dos obreros de cualquier fabrica, en cualquier ciudad, en cualquier lugar de nuestro continente”.

Décadas después, un disco que recopila lo que la carátula pregona como música social-protesta, incluye clásicos del “género” como Me gustan los estudiantes, de Violeta Parra (1917-1967), interpretado por Mercedes Sosa (1935-2009), y Si se calla el cantor de Horacio Guarany (1925), pero también la Cantata de la planificación familiar de Les Luthiers. Es innegable que cualquier iniciativa que fomente el coito responsable y, en ese orden de ideas, la práctica de la sexualidad por motivos diferentes a la reproducción de la especie, tiene un efecto emancipador, pero tal elección induciría desconfianza en muchos de los aficionados a lo que algunos denominan “música de primer semestre”, y los haría pensar que la presencia del grupo argentino tiene fines mercadotécnicos, y es poco probable que estén equivocados. Lo que sí es probable es que en sociedades cerradas, en las que existan serias limitaciones para el desarrollo personal autónomo, nada exótico en Latinoamérica, su desopilante mensaje pueda ser tan liberador como, por ejemplo, Palabras para Julia, interpretación de Paco Ibáñez (1934) de un poema de José Agustín Goytisolo (1928-1999) dedicado, con cierto propósito didáctico, a su hija (“Un hombre solo, una mujer / así tomados de uno en uno / son como polvo, no son nada”). Goytisolo e Ibáñez fueron antifranquistas declarados y se asume entonces que detrás de cada una de sus expresiones artísticas hay un impulso contestatario, mientras algunas personas pueden recordar que al general Videla le gustaba ir a ver los espectáculos de Les Luthiers y pasaba a los camerinos a saludar, para disgusto de sus integrantes del grupo. En la selección de la que estoy hablando hay dos canciones colombianas, Campesino de ciudad, composición de Cabas y de la Espriella que llevó a Leonor Gonzalez Mina, la Negra Grande de Colombia, al Festival de la OTI de 1975. Tan bien intencionada como rígida (“campesino naciste, campesino serás”), tal vez muchos preferirían que su lugar lo ocupara alguno de los “temas” –nunca mejor dicho– de Ana y Jaime. La otra es Cinco balas más de Pablus Gallinazus, pero interpretada por el mexicano Oscar Chávez, años después simpatizante del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y a quien el gobierno conservador de Felipe Calderón concedió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el aérea de Artes y Tradiciones Populares en 2011.

El espectro de lo social-protesta es tan amplio y tan subjetivo como cualquier otro, podría decirse que tan democrático, y una u otro licencia autoriza, por ejemplo, el que muchos grupos de rock, pese a ser desde su origen manifestaciones del Imperio, representen también una reivindicación válida, vía rebeldía juvenil, contracultura y oposición a la guerra de Vietnam y al intervencionismo norteamericano. Por ese camino una vasta lista de nombres: Joan Baez, Rolling Stones, The Doors, Cat Stevens (o Yusuf Islam), Greatful Dead, Carole King, Simon And Garfunkel y un largo etcétera que incluye hasta óperas –Hair (Ragni, Rado y MacDermot, 1968), Jesus Christ Superstar (Webber y Rice, 1971)–, comparten escenario con Silvio Rodríguez o los integrantes de Quilapayún, los ya poco citados intérpretes de la Cantata de Santa María de Iquique del músico Luis Advis (1935-2004), que narra el genocidio perpetrado por el gobierno chileno a principios del siglo XX contra miles de trabajadores del salitre, en ese momento en huelga. Semejante complacencia puede abarcar incluso a The Beatles, gracias a que una de sus canciones, Give Peace a Change, forma parte de la banda sonora de The Strawberry Statement (1970), la más célebre de las películas que narran las revueltas estudiantiles en las universidades norteamericanas en los años sesenta, y que también contribuyó a la popularidad entre los grupos militantes latinoamericanos de Crosby, Still, Nash and Young y la cantautora Joni Mitchell, y que se extiende a los protagonistas de lo que algunos denominan “la década prodigiosa”, omnipresente gracias a fenómenos tan publicitados como el Mayo Francés, relacionados con o sin razón con figuras icónicas como Ernesto Che Guevara (1928-1967)[1], inmortalizado en consignas, afiches y rimas tan consonantes como la de Carlos Puebla (1917-1989): “Aquí se queda la clara,/ la entrañable transparencia,/ de tu querida presencia,/ Comandante Che Guevara”, que han sido interpretadas por figuras disímiles como Compay Segundo, Enrique Búmbury y Celso Piña. Curiosamente la valoración de Charly García (1951), el rockero argentino que sobrevivió a la dictadura militar sin dejar de fustigarla, a través de canciones influidas por los movimientos literarios vanguardistas de principios del siglo XX –revolucionarios en el más profundo de los sentidos–, no es tan unánime, y si uno pregunta a la antigua juventud comprometida por Los Prisioneros, el grupo de rock chileno activo desde 1979 con composiciones poco complacientes con la fase tardía del gobierno Pinochet, es probable que el gesto sea de indiferencia o desagrado.

Como cada revolución, cada protesta, es esencialmente individual, pese al énfasis en lo social y a las marchas y los coros a voz en cuello[2], reconocer las canciones que acompañaron y siguen acompañando el compromiso, resulta difícil. En el disco del que he hablado también está Piero (1945), con un reclamo obviamente combativo, Qué se vayan ellos, pero un amplio grupo de aficionados a lo social-protesta odia al cantautor argentino, y otros muchos detestan a su compatriota Alberto Cortéz (1940) por cantarle a un perro callejero con una sensibilidad que bordea la sensiblería o la rebasa. Para muchos es igualmente difícil aceptar que Melina, una canción de Camilo Sesto (1946) que enaltece a Melina Mercouri (1920-1994), la actriz griega ganadora de premio en el Festival de Cannes en 1960, y una luchadora incansable contra la junta militar que gobernó a su país entre 1967 y 1974, represente un gesto de protesta, cuando suena noche tras noche en los retrobares, gritada por los adolescentes de hoy que quieren revivir los éxitos del pasado. El caso contrario es el de Joan Manuel Serrat (1943). Cuando le escribe al Mediterraneo, nadie considera su canción una expresión eurocentrista, y cuando es inequívocamente romántico conserva la aureola revolucionaria, en parte por su alta calidad literaria. Responsable de la difusión de los poemas de dos figuras emblemáticas de la cultura española de la primera mitad del siglo XX, Antonio Machado (1975-1939) y Miguel Hernández (1910-1942), ambos víctimas del franquismo, su inspiración y su vigencia son indiscutibles. Un caso similar, aunque de muy distinto ritmo, es el de Rubén Blades (1948), capaz de dar a lo social-protesta la gozosa cadencia de la salsa[3].


Si se aceptara la explicación de Víctor Jara como una especie de poética del género, creo que el cantautor carioca Chico Buarque (1944) consiguió su más artístico momento en Construcción, poema que forma parte del disco del mismo nombre, prensado en 1971, en plena dictadura militar brasileña. Su primera parte dice así::

Amó aquella vez como si fuese última
besó a su mujer como si fuese última
y a cada hijo suyo cual si fuese el único
y atravesó la calle con su paso tímido
subió a la construcción como si fuese máquina
alzó en el balcón cuatro paredes sólidas
ladrillo con ladrillo en un diseño mágico
sus ojos embotados de cemento y lágrimas

sentóse a descansar como si fuese sábado
comió su pan con queso cual si fuese un príncipe
bebió y sollozó como si fuese un náufrago
danzó y se rió como si oyese música
y tropezó en el cielo con su paso alcohólico
y flotó por el aire cual si fuese un pájaro
y terminó en el suelo como un bulto fláccido
y agonizó en el medio del paseo público
murió a contramano entorpeciendo el tránsito

He aquí al obrero incomprendido del cantautor chileno, descrito a través de los versos traducidos por el también cantautor uruguayo Daniel Viglietti (1939). El subsiguiente juego de variaciones y transposiciones, también desprovistas de puntuación y de mayúsculas, da al conjunto, profundamente rítmico, una carga irónica que multiplica sus posibles interpretaciones.

amó aquella vez como si fuese el último
besó a su mujer como si fuese única
y a cada hijo suyo cual si fuese el pródigo
y atravesó la calle con su paso alcohólico
subió a la construcción como si fuese sólida
alzó en el balcón cuatro paredes mágicas
ladrillo con ladrillo en un diseño lógico
sus ojos embotados de cemento y tránsito

sentóse a descansar como si fuese un príncipe
comió su pan con queso cual si fuese el máximo
bebió y sollozó como si fuese máquina
danzó y se rió como si fuese el próximo
y tropezó en el cielo cual si oyese música
y flotó por el aire cual si fuese sábado
y terminó en el suelo como un bulto tímido
agonizó en el medio del paseo náufrago

murió a contramano entorpeciendo el público

amó aquella vez como si fuese máquina
besó a su mujer como si fuese lógico
alzó en el balcón cuatro paredes flácidas
sentóse a descansar como si fuese un pájaro
y flotó en el aire cual si fuese un príncipe
y terminó en el suelo como un bulto alcohólico
murió a contramano entorpeciendo el sábado

Artísticamente incuestionable, esta elaboración literaria en la que se alternan y sustituyen circunstancias y taras sociales, sirve a Chico Buarque para condenar al obrero a la locura y la muerte, debido a las presiones y la insensibilidad de sistema capitalista, ese que todavía deben combatir los cantautores que quedan a uno y otro lado del Atlántico[4]. Como composiciones de muchos otros: León Gieco, Victor Manuel, Patxi Andion, Ana Belén, Alfredo Zitarrosa, Pablo Milanés, Carlos Mejía Godoy, Isabel Parra, Lluís Llach, Atahualpa Yupanqui, Construcción suena cada vez menos y en contextos cada vez más específicos.

Víctor Jara escribió en Te recuerdo Amanda: “Son cinco minutos, / la vida es eterna en cinco minutos”. También la revolución y la esperanza. Y la canción.


[1] El cantautor español Ismael Serrano (1974) se refiere así a él: “Papa, cuéntame otra vez, esa historia tan bonita,/ de aquel guerrillero loco que mataron en Bolivia,/ y cuyo fusil ya nadie se atrevió a tomar de nuevo/ y cómo desde aquel día todo parece más feo”, en una canción (Papa cuéntame otra vez, incluida en el CD Atrapados en azul, Polygram Ibérica S.A., 1997) que escribió junto a su hermano Daniel, en la que se burla del Mayo Francés y los Sesenta.


[2] A la capacidad alienante de la música se refiere el escritor francés Pascal Quignard en un tratado que recuerda cómo la usaban los nazis en los campos de concentración: “La música viola el cuerpo humano. Hace poner de pie. Los ritmos musicales fascinan los ritmos corporales. Cuando se encuentra con la música, la oreja no puede taparse. La música, al ser un poder, se asocia de hecho a todo poder. Su esencia es la desigualdad”, y se apoya en los recuerdos de Primo Levi de los presos del Tercer Reich: “Sus almas están muertas y es la música la que los empuja, otorgándoles voluntad, como el viento lo hace con las hojas secas”. También cita a Tolstoi: “Allí donde se quiera tener esclavos, es necesaria la mayor cantidad de música posible”, y al historiador griego Tucídides: “La música no está destinada para inspirar a los hombres en trance, sino para permitirles marchar y permanecer en estrecho orden”. (Extractos de Pascal Quignard, El odio de la música, Revista Universidad de Antioquia 268, abril-junio de 2002. Traducción de Pablo Montoya)

[3] Ya en 1954 otro ritmo de estirpe caribeña había llevado la “protesta” al extremo, subvirtiendo incluso la ilusión proletaria: “A mí me llaman el negrito del batey / Porque el trabajo para mí es un enemigo / El trabajar yo se lo dejo todo al buey / Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”, cantó Alberto Beltrán el merengue de Medardo Guzmán, que agrega en el coro: “Porque eso de trabajar / A mí me causa dolor”.

[4] Uno de ellos, el extremeño Luis Pastor (1952), escribió en su reciente éxito ¿Qué fue de los cantautores?: “¿Qué fue de los cantautores? / aquí me tienen señores / aún vivito y coleando / y en estos versos cantando / nuestras verdades de ayer / que salpican el presente / y la mierda pestilente / que trepa por nuestros pies”.