Ventana Abierta es una voluminosa revista publicada anualmente por la Asociación de Amigos de la Cultura Extremeña. La edición de 2011, presentada hace pocos días, acogió este apunte mío:
LAS MUJERES DE ALONSO MARTÍNEZ
Este texto debería detenerse exclusivamente en la indudable calidad del
más reciente libro del escritor vasco Fernando Aramburu El vigilante del fiordo (Tusquets, 2011), para nada sorpresiva,
pero de una manera humilde –y ya van a entender por qué me adelanto a
declararlo–, se va a ocupar tan sólo de uno de los cuentos que lo componen: La mujer que lloraba en Alonso Martínez.
Para quienes aún no leen este magnífico volumen, voy a intentar una
síntesis parcial: Claudio B., un divorciado sin descendencia, cercano a los
cincuenta años, consigue de su jefe un adelanto de dos semanas de vacaciones
para ayudar a su hermana menor, Lucrecia, a cuidar de su madre, afectada por
alguno de los déficit mentales que acompañan la vejez. En los viajes en el
metro siempre ve sentada en un banco en la estación de Alonso Martínez a una
mujer de unos treinta años que llora. Claudio B. se interesa cada día más en
ella.
Creo que con estas líneas basta para plantear mi inquietud. Hace casi
diez años publiqué El álbum de Mónica
Pont (2003), una nouvelle que
reapareció en 2010 en el volumen colectivo Transmutaciones.
Literatura Colombiana Actual, gracias al esfuerzo del poeta Antonio María
Flórez y al interés de la Editorial Regional
de Extremadura por difundir las letras allende los mares. Mi personaje
principal es Leonel Orozco, un escritor marginal, herido por la realidad
colombiana, que ensaya la inmigración como posibilidad. Un cartel de la
carátula de una revista sensacionalista en la que se destaca la actriz y modelo
catalana, pegado en los túneles del metro, se convierte en su obsesión, y
materializa buena parte de sus preocupaciones y sentimientos en describir lo
que el tiempo le hace a este cartel en una estación específica: Alonso
Martínez.
Extrañísima coincidencia: dos escritores de orígenes disímiles, casi
contemporáneos y con una relación con Madrid que, hasta donde sé, no es íntima,
escogen una misma estación del metro para situar, si me permiten la metáfora,
la angustia. Fernando Aramburu escribe: “Las lágrimas de la mujer, su mueca de
aflicción, el frotar nervioso de sus manos, lo impresionaron con más fuerza que
cuando solía mirarla desde el vagón”[1];
Claudio B, se ha apeado del vagón para observarla de cerca. Unos días después
la interpela:
“–¿No hay nada que yo pueda hacer por usted?
La mujer abrió poco a poco una mano tapándola con la otra, como si
tratara de ocultar a las personas esparcidas por el andén lo que tenía agarrado
dentro del puño, y sin decir palabra enseñó a Claudio B. un boquete cárdeno y
supurante en el centro de la palma. A continuación, con el mismo aire ausente y
parecidas precauciones, levantó una de las perneras de su pantalón, lo justo
para que asomara parte de una llaga aún más grande en su pantorilla”[2].
La relación de Leonel Orozco con el cartel de Mónica Pont también tiene
que ver con las heridas y la mutilación: “Vuelvo a Alonso Martínez y me doy
cuenta de mi abandono. Soy culpable, lo admito. La palabra puta fue arrancada
con buena parte de tu muslo. Ahora eres una figura mutilada, aún más ambigua y
deseable. La inflamación de los párpados parece causártela el dolor. Tu
desnudez, tu púdica desnudez se vuelve un acto médico, un testimonio”[3],
y se lanza a la acusación: “¿Cómo se atrevió alguien a rasgar tus senos? La
crueldad se llama Alonso Martínez”[4].
Para mayor curiosidad,
ambas narraciones se detienen a continuación en el hecho de que una mujer se
arrojó a las vías precisamente allí, en Alonso Martínez.
En internet me he enterado
de que la citada estación rinde homenaje a un abogado y político del siglo XIX,
gestor del código civil español. Así mismo busqué imágenes de los túneles, los
accesos y los alrededores de la estación, con la idea de descubrir que la hace
propicia para situar la angustia, para recordar la mutilación. He fracasado en
el intento, pero me rehúso a aceptar que todo es casualidad.
Si algún día me cruzo con Fernando Aramburu espero poder preguntarle en qué año comenzó a escribir su cuento; tal vez coincidimos en Madrid en una época, en un año o un mes particulares, uno en que cristalizó la atmósfera de desgracia que tanto nos afectó y que, imprudentes, nos empeñamos en transmitir. Por lo pronto me atrevo a recomendar a las mujeres, sobre todo a las frágiles, que aunque llueva, ateridas de frío o arrasadas por el calor del verano, caminen unos cientos de metros y desciendan al metro por otras escalas, en otra estación cualquiera.
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