domingo, 15 de diciembre de 2013

ORATORIO DE NAVIDAD




Hace cinco años, mi madre y Verónica Franco formaban parte del coro que apoyaría a los solistas y la Orquesta Sinfónica de Colombia en la interpretación del Oratorio de Navidad BWV 248 de Johann Sebastian Bach en la capilla de un colegio de la arquidiócesis que mira a Bogotá desde una de las cimas de los cerros orientales. Hacía tres semanas la recogíamos casi todas las tardes en el edificio de Chapinero alto en donde se quedaba –quizá vive todavía en Cali– y las dejaba frente a la Biblioteca Luis Ángel Arango, en uno de cuyos salones ensayaban. Mi madre se posesionaba del asiento trasero desde que salíamos de casa y me trataba como si yo fuera su chofer:
–Lo mereces –me recriminaba–. Yo no conozco ningún otro muchacho que pierda once en estos días.
¿Qué podía responder? Mis compañeros, hasta los sospechosos de retardo mental, andaban inscribiéndose en la universidad mientras yo pensaba en cómo sobrevivir a un año más en el colegio, sin asesinar al prefecto de disciplina. Y mis explicaciones no satisfacían a nadie, ni a mí. La palabra “dejadez” fue la que prefirió mi padre, en su opinión preservaba el honor familiar. A mi madre le gustó “pereza”, y me convirtió en su auxiliar de servicios generales, para cobrármela. Creo que ninguna de las dos expresiones incluye a la nena que primero me llevó a las rumbas más salvajes, con gloriosos finales en su cama, y después me dejó en la inmunda. Como me gustaba su madre, me refería a ella como La Hijueputable, un término que la implicaba sólo y exclusivamente a ella.
Verónica Franco ya debe tener más de cuarenta años y espero que siga siendo hermosa. Sus piernas se parecen a las de Beyoncé, cuando Beyoncé no abusa de las hamburguesas y las papas fritas, y sabe de música, ahora lo sé muy bien. La primera vez que la vi, le aclaró a mi madre que en realidad sólo interpretarían unas partes del Oratorio de Navidad, compuesto por seis cantatas que escribió Bach para acompañar los actos religiosos de las diferentes festividades decembrinas:
–El día de la circuncisión incluido –agregó.
–Eso es lo que se merece este muchacho. –Aprovechó mi madre para comentar, con una sonrisa de asesino en serie en su rostro mofletudo.
–Y esa cantata, la cuarta, es una maravilla. Es en fa, y además de los oboes, intervienen las trompas. Es el centro de toda la composición –afirmó Verónica Franco con los ojos fijos en mí, dejando a sus labios jugar con las palabras.
A mediados de diciembre, Verónica Franco mencionó que le habían regalado un gigantesco árbol de navidad y quería adornarlo. Fuimos a tres centros comerciales. Mi madre alargó el proceso de selección de los adornos, consciente de mi aburrimiento, incluso me obligó a abrazar a un apestoso Santa Clauss que me llevaba como veinte centímetros de estatura, y nos tomó unas fotos con su celular, para que mi humillación fuera mayor. Tres horas después, satisfecha, llamó a mi padre y se invitó a comer en un restaurante que huele a pescado muerto, que a ella le encanta.
–Lleva a Verónica a su apartamento, o a donde ella necesite –sonrió–, y ayúdala a adornar el árbol. Llega antes de las diez o no respondo –me advirtió con su tono maternal que era sinónimo de amenaza.
Asentí. También Verónica.

La pregunta surgió después de un largo silencio, mientras descendíamos de la circunvalar hacia el centro de la ciudad.
–¿Puedo confesarte algo? –Verónica se mordía el labio inferior.
–Por supuesto –respondió mi madre, casi con alegría.
–Tengo un romance. –Simuló arrepentimiento.
–¿De verdad? –A mi madre le encantan los chismes y nunca le ha importado que yo los escuche. Creo, además, que en ese momento consideraba que yo era su chofer y todo el mundo parece creer que los choferes son ciegos y sordos.
–Sí. Con un hombre menor que yo –admitió.
Mi madre se llevó la mano a la boca y brotó los ojos, o algo por el estilo:
–¡No!
–Sí. Es un poco menor que yo –corrigió, sonriente.
–¿Qué tanto? –Quiso saber mi madre.
–Dos o tres años –mintió.

Wir singen  dir in deinem Heer –repitió Verónica Franco.
–Esto de la pronunciación me parte el alma –afirmó mi madre. Sus ojos repasaban la partitura mientras dejábamos atrás el parque de los periodistas. –¿Qué significa?
–“Te cantamos a ti con todo nuestro poder” –leyó la traducción.
–Fascinante. –Mi madre meneó la cabeza–. ¿Y cómo va tu romance?
–¿Te interesa?
–¿Me interesa? ¡Claro que me interesa! –Se quitó los lentes para leer.
–… Bien. A él lo controlan muchísimo pero puede escaparse de vez en cuando. Es más, no voy a entrar al ensayo.
–¿Por qué?
–Nos vamos a ver en veinte minutos, para él es más fácil a esta hora.
–¿En la Luis Ángel?
–No. En el apartamento.
–¿Es bueno contigo? –Había ternura en la voz de mi madre.
–Es maravilloso.
–Te felicito. No creo que pudieras imaginar un mejor regalo de navidad –sonrió antes de ladrarme–: Me dejas y llevas a Verónica. Recuerda estar aquí muy a las cinco.
–Sí, mein führer –demostré mis adelantos en el alemán.
–Me encantan tus chistes –respondió maternal (sardónica).
Cuando bajó del carro, aceleré rumbo a Chapinero alto.

–¿Sabes que quiero? Regalarle ropa interior.
–¿Y qué ropa interior usa? –preguntó mi madre con malicia.
–Le gustan los bóxer.
–A este badulaque también le gustan los bóxer, se cree un modelo de Calvin Klein. Los compra, carísimos, en un almacén en Unicentro, pero este año no merece nada. Llévanos a Unicentro –ordenó.
Bogotá estaba totalmente iluminada. Entre la necesidad del alcalde de congraciarse con la gente y los entusiastas de la navidad –animados por el comercio organizado– habían convertido las avenidas en un muestrario inmenso de luces multicolores. Desde que tengo un poquito de uso de razón me molesta diciembre, me deprime esa capacidad de los seres humanos para simular que están contentos. A muchos de mis seguidores en twitter tampoco les gusta la hipocresía navideña; a la nena que me dejó en la inmunda sí le gustaba. Hijueputable, en resumen.
Entramos al parqueadero y recorrimos los corredores del centro comercial plagados de renos y musgos, de vírgenes y pajas. Verónica Franco, asesorada por mi madre, escogió un bóxer negro con un letrero amarillo en la parte frontal: Nuclear Material. Verónica Franco lo pronunció en inglés, mi madre en español. Después decidieron tomarse un café. Yo las acompañe con una limonada.
–Está cuidando la figura –se burló mi madre.

Al final del concierto la gente aplaudió muchísimo, yo también, convencido de que había vislumbrado mi futuro. Verónica se iba tres horas más tarde y recogimos sus maletas para llevarla al aeropuerto. Si el vuelo salía a tiempo, celebraría el 24 de diciembre en su casa, no sé con quién.
–Les agradezco mucho a los dos todo lo que hicieron por mí, de verdad.
–Corre, querida, te va a dejar el avión –dijo mi madre. Esa parquedad indica que le tuvo cariño verdadero.
Un individuo uniformado se acercó, feliz, para ayudarnos con el equipaje.
–En esta bolsa hay dos bobaditas para ustedes –se despidió Verónica, estampándonos de a beso, embriagándome con su perfume. La vimos superar una de las puertas, su cuerpo erguido, la mirada al frente.
Mi madre tomó la bolsa y la abrió:
–Esto debe ser una camiseta. –Me arrojó un paquete pequeño.
–Ábremelo, por favor. –Se lo devolví, sospechando el contenido, y arranqué.
Nunca pude usar ese bóxer.

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