Hace cinco años, mi madre y Verónica
Franco formaban parte del coro que apoyaría a los solistas y la Orquesta
Sinfónica de Colombia en la interpretación del Oratorio de Navidad BWV 248 de Johann Sebastian Bach en la capilla
de un colegio de la arquidiócesis que mira a Bogotá desde una de las cimas de
los cerros orientales. Hacía tres semanas la recogíamos casi todas las tardes
en el edificio de Chapinero alto en donde se quedaba –quizá vive todavía en
Cali– y las dejaba frente a la Biblioteca Luis Ángel Arango, en uno de cuyos
salones ensayaban. Mi madre se posesionaba del asiento trasero desde que
salíamos de casa y me trataba como si yo fuera su chofer:
–Lo mereces –me recriminaba–. Yo
no conozco ningún otro muchacho que pierda once en estos días.
¿Qué podía responder? Mis
compañeros, hasta los sospechosos de retardo mental, andaban inscribiéndose en
la universidad mientras yo pensaba en cómo sobrevivir a un año más en el
colegio, sin asesinar al prefecto de disciplina. Y mis explicaciones no
satisfacían a nadie, ni a mí. La palabra “dejadez” fue la que prefirió mi
padre, en su opinión preservaba el honor familiar. A mi madre le gustó “pereza”,
y me convirtió en su auxiliar de servicios generales, para cobrármela. Creo que
ninguna de las dos expresiones incluye a la nena que primero me llevó a las
rumbas más salvajes, con gloriosos finales en su cama, y después me dejó en la
inmunda. Como me gustaba su madre, me refería a ella como La Hijueputable, un
término que la implicaba sólo y exclusivamente a ella.
Verónica Franco ya debe tener más
de cuarenta años y espero que siga siendo hermosa. Sus piernas se parecen a las
de Beyoncé, cuando Beyoncé no abusa de las hamburguesas y las papas fritas, y sabe
de música, ahora lo sé muy bien. La primera vez que la vi, le aclaró a mi madre
que en realidad sólo interpretarían unas partes del Oratorio de Navidad,
compuesto por seis cantatas que escribió Bach para acompañar los actos
religiosos de las diferentes festividades decembrinas:
–El día de la circuncisión
incluido –agregó.
–Eso es lo que se merece este
muchacho. –Aprovechó mi madre para comentar, con una sonrisa de asesino en
serie en su rostro mofletudo.
–Y esa cantata, la cuarta, es una
maravilla. Es en fa, y además de los oboes, intervienen las trompas. Es el
centro de toda la composición –afirmó Verónica Franco con los ojos fijos en mí,
dejando a sus labios jugar con las palabras.
A mediados de diciembre, Verónica
Franco mencionó que le habían regalado un gigantesco árbol de navidad y quería
adornarlo. Fuimos a tres centros comerciales. Mi madre alargó el proceso de
selección de los adornos, consciente de mi aburrimiento, incluso me obligó a
abrazar a un apestoso Santa Clauss que me llevaba como veinte centímetros de
estatura, y nos tomó unas fotos con su celular, para que mi humillación fuera
mayor. Tres horas después, satisfecha, llamó a mi padre y se invitó a comer en
un restaurante que huele a pescado muerto, que a ella le encanta.
–Lleva a Verónica a su
apartamento, o a donde ella necesite –sonrió–, y ayúdala a adornar el árbol.
Llega antes de las diez o no respondo –me advirtió con su tono maternal que era
sinónimo de amenaza.
Asentí. También Verónica.
La pregunta surgió después de un
largo silencio, mientras descendíamos de la circunvalar hacia el centro de la
ciudad.
–¿Puedo confesarte algo?
–Verónica se mordía el labio inferior.
–Por supuesto –respondió mi
madre, casi con alegría.
–Tengo un romance. –Simuló
arrepentimiento.
–¿De verdad? –A mi madre le
encantan los chismes y nunca le ha importado que yo los escuche. Creo, además,
que en ese momento consideraba que yo era su chofer y todo el mundo parece
creer que los choferes son ciegos y sordos.
–Sí. Con un hombre menor que yo
–admitió.
Mi madre se llevó la mano a la
boca y brotó los ojos, o algo por el estilo:
–¡No!
–Sí. Es un poco menor que yo
–corrigió, sonriente.
–¿Qué tanto? –Quiso saber mi
madre.
–Dos o tres años –mintió.
–Wir singen dir in deinem Heer
–repitió Verónica Franco.
–Esto de la pronunciación me parte
el alma –afirmó mi madre. Sus ojos repasaban la partitura mientras dejábamos
atrás el parque de los periodistas. –¿Qué significa?
–“Te cantamos a ti con todo
nuestro poder” –leyó la traducción.
–Fascinante. –Mi madre meneó la
cabeza–. ¿Y cómo va tu romance?
–¿Te interesa?
–¿Me interesa? ¡Claro que me
interesa! –Se quitó los lentes para leer.
–… Bien. A él lo controlan
muchísimo pero puede escaparse de vez en cuando. Es más, no voy a entrar al
ensayo.
–¿Por qué?
–Nos vamos a ver en veinte
minutos, para él es más fácil a esta hora.
–¿En la Luis Ángel?
–No. En el apartamento.
–¿Es bueno contigo? –Había
ternura en la voz de mi madre.
–Es maravilloso.
–Te felicito. No creo que
pudieras imaginar un mejor regalo de navidad –sonrió antes de ladrarme–: Me
dejas y llevas a Verónica. Recuerda estar aquí muy a las cinco.
–Sí, mein führer –demostré mis adelantos en el alemán.
–Me encantan tus chistes
–respondió maternal (sardónica).
Cuando bajó del carro, aceleré
rumbo a Chapinero alto.
–¿Sabes que quiero? Regalarle
ropa interior.
–¿Y qué ropa interior usa?
–preguntó mi madre con malicia.
–Le gustan los bóxer.
–A este badulaque también le
gustan los bóxer, se cree un modelo de Calvin Klein. Los compra, carísimos, en
un almacén en Unicentro, pero este año no merece nada. Llévanos a Unicentro
–ordenó.
Bogotá estaba totalmente
iluminada. Entre la necesidad del alcalde de congraciarse con la gente y los
entusiastas de la navidad –animados por el comercio organizado– habían
convertido las avenidas en un muestrario inmenso de luces multicolores. Desde
que tengo un poquito de uso de razón me molesta diciembre, me deprime esa
capacidad de los seres humanos para simular que están contentos. A muchos de
mis seguidores en twitter tampoco les gusta la hipocresía navideña; a la nena
que me dejó en la inmunda sí le gustaba. Hijueputable, en resumen.
Entramos al parqueadero y
recorrimos los corredores del centro comercial plagados de renos y musgos, de
vírgenes y pajas. Verónica Franco, asesorada por mi madre, escogió un bóxer
negro con un letrero amarillo en la parte frontal: Nuclear Material. Verónica
Franco lo pronunció en inglés, mi madre en español. Después decidieron tomarse
un café. Yo las acompañe con una limonada.
–Está cuidando la figura –se
burló mi madre.
Al final del concierto la gente
aplaudió muchísimo, yo también, convencido de que había vislumbrado mi futuro.
Verónica se iba tres horas más tarde y recogimos sus maletas para llevarla al
aeropuerto. Si el vuelo salía a tiempo, celebraría el 24 de diciembre en su
casa, no sé con quién.
–Les agradezco mucho a los dos
todo lo que hicieron por mí, de verdad.
–Corre, querida, te va a dejar el
avión –dijo mi madre. Esa parquedad indica que le tuvo cariño verdadero.
Un individuo uniformado se acercó,
feliz, para ayudarnos con el equipaje.
–En esta bolsa hay dos bobaditas
para ustedes –se despidió Verónica, estampándonos de a beso, embriagándome con
su perfume. La vimos superar una de las puertas, su cuerpo erguido, la mirada
al frente.
Mi madre tomó la bolsa y la abrió:
–Esto debe ser una camiseta. –Me
arrojó un paquete pequeño.
–Ábremelo, por favor. –Se lo
devolví, sospechando el contenido, y arranqué.
Nunca pude usar ese bóxer.
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