Diez años después de su estreno, sigo creyendo que Moulin Rouge (2001), la película de Bazz Luhrmann inspirada en el antiguo mito de Orfeo -y en La traviata de Verdi-, es la verdadera recapitulación de la comedia musical y es, en consecuencia, un clásico de nuestro milenio . El director australiano se sirve de un repertorio de barridos, desenfoques, zooms velocísimos, tomas aéreas y secuencias aceleradas, articulado mediante una edición llena de contrastes –que no oculta su deuda con los videos de Mtv-, para crear un espectáculo audiovisual ecléctico, posmoderno, en el que campean el pluriculturalismo en su más amplia acepción y una tendencia facsimilar, nostálgica pero también irónica, que toma piezas musicales de diversos orígenes: Phil Collins, Kiss, Sweet, Elton John, David Bowie, Queen, Nirvana, una canción de The Sound of Music (1965), otra de An Officer and a Gentleman (1982), y algunas más, para producir una especie de ópera pop tan abigarrada y vertiginosa como Romeo y Julieta, su trabajo de 1996, pero más afortunada.
Extendiendo hacia Nicole Kidman el artificial parentesco de Madonna con Marilyn Monroe, la película gira alrededor de una figura femenina que obvia su drama personal cuando tropieza con el amor, encarnado por el actor Ewan McGregor. Ambiciosa y ligera en la misma medida, oscilando constantemente entre la comedia y la tragedia, homenaje y renovación de un género clásico, Moulin Rouge es una propuesta fílmica muy contemporánea, llena de referencias para el espectador atento. Siempre que la pasan en alguno de los canales del cable termino viéndola, y esto no ocurre solamente porque en muy pocas oportunidades se ha registrado el rostro de Nicole Kidman con tanta delicadeza (Donald McAlpine).
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