El hombre llegó al poblado arrastrando los pies, con el alma en otra parte. Un par de campesinas avejentadas, viudas de dos hermanos, lo acostaron en un rincón de su casa e hicieron cuanto pudieron para proporcionarle una muerte cómoda. Alguien le había machacado la cabeza, desorbitándole los ojos. Llevada por la piedad, Aldonza, la hija de Lorenzo Corchuelo, lo aseaba todas las mañanas y con miles de maniobras y llamados conseguía hacerle comer. Mientras las semanas de su agonía se alargaban, los vecinos pasaban a mirarlo y aventuraban teorías sobre su origen. Por su perfil y sus ropas concluyeron que provenía de tierras vascongadas.
Murió una tarde y fue velado como cualquier cristiano viejo. Unos pocos, Aldonza entre ellos, llevaron su cadáver al campo santo. Ese día el cura también presidio las exequias de un hidalgo muy amigo suyo, don Alonso Quijano.
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