Los momentos más felices de mi infancia están ligados a los cantos y rezos frente al pesebre, la anticipación de los regalos y las dudas inherentes a la conmemoración religiosa, que se agravaban por la dificultad de los textos que repetíamos cada noche, adulterados por los mayores según las conveniencias de la rima, y en los que la segunda persona del plural se acompañaba de palabras como prosternado y el sonrojante “putativo”. A esto se sumaban los múltiples nombres de Dios: además de los tres de la Santísima Trinidad estaban Adonai –con y sin tilde en la i– y el aún más misterioso Emmanuel.
Lo que no causaba confusión durante la novena era el fervor que devoraba buñuelos y natilla, postres y dulces de todos los orígenes, para rematar con las partes de un cerdo preparadas de las formas menos dietéticas posibles. Mientras los adultos ventilaban calidades culinarias bajo coloridos pasacalles plásticos, yo revisaba debajo de las camas y en cada rincón de los armarios, hasta dar con los regalos del niño Dios. La primera vez que no los encontré, mis padres los habían escondido en casa de los vecinos que tenían el pesebre más envidiado de la cuadra, dotado con tren, aeropuerto, pista de carros y otras posibilidades electromecánicas.
Hoy todavía recuerdo la mayor parte del texto de la novena pero no la rezo, y es la curiosidad la que me lleva a visitar los barrios que adornan sus calles como si en verdad esperaran a los reyes magos. En aquellos con mayor poder adquisitivo aparecen diversos tipos de faroles –la humilde vela dentro–, pinos, bastones y renos, papás Noel, palmeras luminosas y un largo etcétera Made in China, cuya incandescente atractivo congestiona las vías durante el tradicional alumbrado, sin fundir la nieve de icopor.
Si bien las campañas que el comercio inicia casi desde agosto, contradicen la disposición de los corazones con “humildad profunda y con total desprecio de todo lo terreno”, creo que por lo menos en la región cafetera la natilla y el buñuelo, no sé si la fe, siguen reinando durante la temporada navideña, sobre todo entre aquellos que permanecen en el hogar, lejos de los centros vacacionales.
Lo cierto es que después de que a los cielos los rompen la ilusión y el estruendo de los fuegos artificiales, me gusta mirar un pueblo lejano en las montañas e imaginarlo la Belén de nuestra devoción, la presente y la perdida.
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