Apareció de la nada, o de Venezuela, como decían casi todos. Un jugador
de dos metros y diez centímetros de estatura, con una efectividad del cincuenta
por ciento desde detrás de la línea de los tres puntos y más de diez rebotes
por partido. El entrenador, cuya experiencia en el banco de dirección rebasaba
los veinticinco años de sinsabores, condescendió a verlo ante la presión de las
directivas. Deslumbrado, apresuró la firma del contrato: “Dusty” Jameson era
más que una bendición del cielo.
Los documentos que presentó demostraban su paso por varias ligas
europeas y una edad que desmentía su corta cabellera gris, origen del apodo que
había reemplazado a su kilométrico nombre, Booker Taliaferro Washington,
homenaje de su padre al esclavo que lucho por una buena educación para los
hijos de su raza. Pocos días después sus compañeros descubrieron un motivo más
para decirle “Dusty”: su adicción a la cocaína. Cuando Francisco Valdés,
capitán del equipo y ministro de una iglesia protestante a la que poco a poco arrastró
a los otros jugadores, lo increpó por su vicio, le explicó que era la única
manera de soportar el dolor que le causaban las múltiples lesiones de su
carrera deportiva, y para demostrarlo desnudó las limitaciones de su spanglish
y las cicatrices de sus cirugías. Tras un sermón llenó de parábolas, Valdés le
aseguró que lo vigilaría amorosamente y controlaría sus desmanes con la
fortaleza que da la presencia de Dios en el corazón. “Dusty” asintió con La Biblia
entre las manos.
El primer partido llegó después
de dos semanas de entrenamiento. Marcó cuarenta y cinco puntos, doce de ellos
desde la línea de cobro; los defensas de Los Azucareros nunca hallaron la
manera de detenerlo. En el minuto seis del segundo cuarto, se inventó el
espacio suficiente para entrar al área en doble ritmo y hundir el balón en la
canasta con una fortaleza desconocida en una ciudad de provincia colombiana; los
pocos asistentes al coliseo se sintieron autorizados para soñar con el
campeonato. En el segundo encuentro mantuvo su efectividad y la hinchada creció
de una manera que auguraba la mejor temporada en los cuatro años del club. El
entrenador confirmó una observación preocupante: tras el descanso de medio
tiempo, “Dusty” pasaba por unos cinco minutos de improductividad, en los que
iba de un lado al otro como si no entendiera donde se encontraba, ni para qué.
Pese a la irritación de algunos de los espectadores, en la cuarta fecha lo dejó
sentado durante ese período. Supo que estaba listo para volver a la cancha
cuando retiró la toalla húmeda de su cabeza.
Un noticiero de televisión transmitió algunas de sus velocísimas jugadas
después de la séptima fecha y el nombre de “Dusty” Jameson alcanzó resonancia
nacional, incluso un canal incorporó a la presentación de sus programas deportivos,
su giro de casi trescientos sesenta grados con clavada final, que los
comentaristas deportivos denominaron “El tornillo mortal”. Por entonces era
también el favorito de una serie de mujeres, difícil de cuantificar y definir,
que se le entregaban sin pensar en futuros o consecuencias. En el barrio donde
vivía, algunas damas pusieron el grito en el cielo por la amplia gama cromática
de sus conquistas y por el volumen al que oía de todo tipo de música satánica
en inglés, pero ni el pacato periódico local recogió sus protestas; tampoco
registró la investigación de Extranjería que arrojaba luces sobre su verdadero
pasado. Pese al destacado papel que tuvo en la celebración de su cumpleaños la
joven madre de una familia muy encumbrada –abolengo y dineros de vieja data–,
el silencio persistió.
Lo cierto es que al comienzo de la segunda ronda, el tema principal del
torneo era la manera de frenar a “Dusty” Jameson; lo discutían entrenadores,
aficionados y comentaristas deportivos. Los Cañoneros consiguieron en casa un
éxito relativo: sólo anotó veintisiete puntos, pero los otros miembros del equipo
aumentaron su producción: “El misionero” Valdés y “El trueno” Ballesteros
lograron sus marcas históricas: treinta y uno y veintiséis puntos,
respectivamente. Y la situación no cambio en los partidos siguientes.
Una mañana, pocos días antes de que se iniciaran las finales, “Dusty”
Jameson recibió una llamada. Las directivas dijeron a la prensa que Los Spurs
de San Antonio lo querían en sus filas, junto a Tim Duncan y al argentino
Emanuel Ginobili, campeones de la
NBA. Se habló de un contrato millonario. La página web del
equipo texano no confirmó tal información, tampoco los buscadores más populares
de la internet.
Lo cierto es que “Dusty” Jameson desapareció de la ciudad sin las
escenas de despedida que aguardaron sus admiradoras, incluso sin entrevistas.
Inesperadamente el quinteto restante ganó el campeonato gracias a un esfuerzo y
una determinación en la que muchos vieron la voz y la presencia de Dios. Dicen
las malas lenguas que esa copa le significó a Francisco Valdés un aumentó del
treinta y cinco por ciento en la audiencia de sus sermones dominicales. Yo lo
escuché afirmar que no sólo la fe los había hecho mejores, también el ánimo de
las barras. El entrenador consiguió el reconocimiento que sus largos años al
servicio del baloncesto merecían, y la combinación de puntos y rebotes por
partido llevó a “El trueno” Ballesteros a la Selección Colombia ,
el sueño de toda su vida.
¿Y qué pasó con “Dusty” Jameson?
Al año siguiente Los Spurs de San Antonio
presentaron una formación que no lo incluía. Meses después corrió el rumor de
que jugaba en Puerto Rico o en República Dominicana, en todo caso en una isla
caribeña. El único hijo que se le atribuye, estuvo un largo período en la
incubadora, después de nacer prematuramente. La madre, también de elevada
estatura y constitución atlética, desistió de ventilar su caso ante Bienestar
Familiar y como el muchacho ha demostrado, desde muy pequeño, que heredó las
habilidades de su padre, considera que su futuro está asegurado: una beca para
estudiar en los Estados Unidos de América, el estrellato en el campeonato
universitario de baloncesto y un tránsito rápido a
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